La noche del triunfo histórico, que debió ser la más feliz, parecía la más triste. Se supone que el domingo en la noche una multitud acompañara a quien obtuvo la friolera del 61% de los sufragios. Pero las calles y avenidas lucían normales. El comando de campaña del ganador histórico, donde, uno pensaría, debía efectuarse estruendosa celebración, tenía más bocinas y luces que gente. ¿Cómo es que se gana tan avasallantemente y no se celebra? Parecería como si los votantes, al final, votaron y cobraron lo suyo y de ahí cada quien para su casa. Así las cosas votar fue una transacción, y las transacciones por lo general no se celebran.

Danilo Medina, en cuatro años de mandato, casi no concedió entrevistas. Sus declaraciones tenían lugar, de manera accidentada y rápida, mientras salía de alguna de sus actividades oficiales. En una sociedad como la dominicana, donde la palabra democracia es más bien una abstracción sin contenido que la gente ha memorizado de tanto oírla, el presidente, suerte de semidiós en la tierra, se puede dar el lujo de pasar cuatro años gobernando sin hablarle al país. En cualquier otra sociedad eso sería un escándalo. La práctica del presidente de no hablar a la sociedad, se inscribe en una concepción de la política que transita entre lo básico y lo autoritario, en el contexto de la cual, es más importante hacer que hablar. De ahí que, Danilo, considere más importantes sus “visitas sorpresas” y otras acciones de la misma índole que hablarle al país. Olvidando y/o ignorando que son parte esencial de la democracia la deliberación y el debate de ideas entre los actores políticos y el pueblo, para que, en ese marco, la gente adjudique de manera informada. Así mismo, dicha práctica de no hablarle a la población parte del desprecio a un pueblo que, en una visión política elitista que construye de arriba hacia abajo, se considera carente de ser y, por tanto, objeto y no sujeto.

La reelección se logró luego de una intensa lucha de poder a lo interno del PLD que implicó, entre otras cosas, descarrilar el intento de postulación del ex presidente Leonel Fernández, sellar negociaciones en las cuales se alcanzaron pactos obscuros y repartir millones en el Congreso para ganar adherentes que votaran a favor de la modificación constitucional que tuvo que hacerse para viabilizar el proyecto reeleccionario. Lo cual, aunado a la ya descrita impronta anti-democrática del presidente, creó las condiciones para que la campaña de la reelección se dirigiera en base a la fuerza del dinero (desde quienes controlan el Estado siendo éste la principal estructura de acumulación de riqueza originaria del país) y no de la política (del debate de ideas y propuestas).

En una campaña en la que los candidatos del partido en el poder exhibían abiertamente una capacidad económica sinfín para echar a andar maquinarias proselitistas y juntar acólitos para el bandereo y la bulla, las caravanas con centenares de yipetas de lujo forradas con imágenes de candidatos, sustituyeron las propuestas y los debates. Una campaña limitada a los cartelones, spots televisivos, propaganda en todas partes y mucho ruido. ¿Alguien sabe cómo piensan, sobre los asuntos fundamentales de economía, política social, asuntos fiscales y política exterior, esos candidatos al Senado y la Cámara de Diputados que atiborraron el país con su imagen y caravanas ruidosas? ¿Dónde quedó la concepción boschista que veía el ejercicio político esencialmente como un proceso de educación del pueblo?

En el contexto de esas lógicas y dinámicas, aspirar a un cargo público importante en la República Dominicana, un país fundamentalmente pobre, requiere demasiado dinero. Por tanto, la política dominicana se reduce a un juego entre millonarios que, mediante el acaparamiento mediático y las dádivas, intentan cooptar un pueblo compuesto por personas que apenas sobreviven en medio de rutinas de vida infernales. Un ciudadano normal dominicano, que tenga ideas y se sienta, de alguna manera, preparado, jamás podrá aspirar a desempañarse en la política bajo esas condiciones. No existe democracia real donde la gente normal, más allá de ir a votar cada cuatro años y recibir una canasta en medio de las campañas, no pinta nada en los procesos electorales.

En ese marco, también, la política electoral es terreno fértil para prácticas criminales de lavado de dinero y para que cualquier millonario que quiera adelantar sus intereses particulares, o bien se postule a sí mismo o bien impulse una marioneta que le responda. El que tiene dinero, en las campañas políticas dominicanas, está por encima de la ley, de estatutos partidarios, de la moral, de lo civilizado y de lo que sea.

Entonces, se preguntará cualquiera, ¿y por qué una persona que ya es rica o que desde la vida privada ya esté bien conectada al poder querrá meterse en política? En República Dominicana se da el insólito caso donde un individuo se gasta hasta 200 millones de pesos en una campaña para un puesto en el Senado, donde devengará un salario de 500 mil pesos mensuales; es decir, en los cuatro años de sueldos que tendrá no recuperará ni una cuarta parte de lo gastado para llegar hasta ahí. Dirá cualquier observador bien intencionado que se trata de personas sacrificadas que quieren lo mejor para su país. Sin embargo, en un país donde prevalece un discurso según el cual la persona es de acuerdo al dinero y bienes que tenga (con la carga simbólica que, en el imaginario colectivo dominicano, ello acarrea) y en el que, en ese marco, existe una lucha entre nuevos y viejos ricos para dirimir quiénes pueden hacer y comprar más cosas, no son buenas intenciones lo que se persigue. El Estado dominicano es una maquinaria sumamente lucrativa y, en muchos ámbitos, el principal actor económico del país. En ese contexto, quienes gastan semejantes cantidades de dinero para lograr un escaño en una de las cámaras del Congreso, una sindicatura o la dirigencia de un ministerio u organismo público, están operando dentro lógicas puramente capitalistas: invierten una cantidad para luego recuperarla a la vez que hasta quintuplicarla en ganancias. La política dominicana, por tanto, se asume como un negocio.

La pasada elección fue la culminación de un proceso de deterioro y retroceso democrático. Aspirar a un puesto público cuesta una fortuna que, en una sociedad desigual y excluyente, significa que la mayoría de los dominicanos nunca podrán ejercitar el derecho a elegir y ser elegidos. La democracia dominicana no es más que una formalidad en los papeles pero inexistente en la práctica. El domingo 15 de mayo de 2016 no ganó ni Danilo con su 61% ni el PLD con sus mayorías absolutas en ambas cámaras. Ese domingo perdió el pueblo y ganó el dinero.