El doctor Leonte Brea, experto en psicología del poder, habla de la perfidia como una de las “herramientas” utilizadas por la autoridad. Junto al conocimiento de la realidad las estrategias de manipulación pueden terminar permitiendo acceso a cierta cuota de poder. Ahora, cuando el cazador empieza por disparar a todo lo que se mueve sin ningún objetivo, entonces los resultados son desastrosos.
En política la palabra debe buscar algún propósito, no solo para alcanzar el dominio sino para mantener las condiciones de gobernabilidad posible. La signatura del discurso debe estar marcada por la búsqueda del sentido. En el caso del destinatario, lo primero es la intencionalidad del emisor. Si la intencionalidad es banal el discurso es fútil. Esto ocurre con el habla esquizo. Hay una mentira delirante que el esquizo termina aceptando como sustitución de la realidad. Nunca es conveniente dejar al loco asumir la condición de vocero pues construirá enemigos donde sólo él los ve.
El político cuerdo debe cuidar su discurso, pero también el de sus acólitos, puesto que afectan el necesario equilibrio entre aliados y adversarios. Los adversarios son importantes sólo si nos permiten distinguir a los aliados, y ambos generan la sinergia para una adecuada administración del poder. La palabra vacía, por vacua, puede ser menos dañina que la plena sin destino. Las balas del cazador loco, pueden dar en la presa, pero también pueden perderse en la maleza o hasta herir a quien solo pasaba por ahí.
Son muchos los tratados sobre el silencio como recurso del poder. Pero, lamentablemente, siempre aparece el loco de la casa, se para en el pretil y sin estar autorizado grita a los vecinos, a los que pasan de manera ocasional, grita a nadie… Hay que tomarlo de la mano, meterlo al redil, acallar sus gritos, porque más temprano que tarde necesitaremos de aliados otra vez, necesitaremos techo donde guarecernos cuando se aproximen los inevitables aguaceros que las nubes del poder siempre provocan.
Una de las taras que la sociedad actual ha querido erradicar es la intolerancia, y abrir espacios a la interacción con la diferencia. Los Estudios Culturales discuten sobre los bordes de la tolerancia y la importancia del diálogo entre sujetos con miradas distintas. Solo el solipsismo narcisista (rasgo de personalidad muy típico de los déspotas) puede pretender frenar los necesarios espacios de convivencia.
Algunos de los rasgos del trastorno narcisista son intransigencia a las críticas, conducta irascible, y egocentrismo. “Estas personas se consideran especiales, mejores y más importantes que los demás, y exageran sus logros y sus talentos”. El sujeto tiende a fagocitar la personalidad de la figura de poder. Fantasea que la autoridad es suya o que por su omnipotencia entronizó al otro en la posición que ostenta.
El narcisista se “sabe” importante e imprescindible para las metas de cualquier institución, todo está “subordinado a su maniobrar”. Busca en clave delirante espacios donde llamar la atención y es capaz de agresiones (casi siempre verbales) con tal de alcanzar la admiración de los demás. Su decir está referido a sí mismo. Hablar de sí, de sus “logros, habilidades, conexiones especiales”, y quejarse de los “defectos” de los demás es su cotidianidad.
No espera que otros resalten sus “cualidades”, se considera dueño de todos los derechos y símbolo de todo lo bueno: la moral, la belleza, la sabiduría, el poder… en el marco de su mitogonía personal. Se ve a sí mismo realizando fantasías grandiosas, pero rápido necesita de otras.
Una persona con estos síntomas no debe nunca ser contradicho, hay que seguirle la corriente. No debe uno referirse a sus elucubraciones so pena de insultos, infamias y mentiras. Tampoco debe ser juzgada, sino ayudada.
En el primer círculo en que se encierra este ser humano es en negar su estado y proyectarlo en los demás. Quizá un tratamiento de la mente sería lo recomendable, pero, en nuestro país se le otorga tribuna y el loco de la casa se planta y vocifera. Por suerte para los usurpadores del poder, todos estamos sordos.
La política en nuestro país, plagada de rémoras que ocupan curules, los cuales se han vuelto innombrables so pena de cárcel y persecución, tienen también sus locos; utilizados para las prácticas más deleznables como el asesinato moral ejercido tanto en la dictadura como en la democracia. Es perentoria la “terapia” de acallar al loco, si de verdad queremos una profilaxis social.