De modo frecuente –como vemos con lo que he denominado la avanzada del fundamentalismo religioso-  en nuestro país se producen reacciones desde determinados círculos religiosos ortodoxos cuyas interpretaciones literales de la Biblia pretenden objetar posturas que contradicen los más recientes resultados de las investigaciones científicas.

El supuesto de que la Biblia debe leerse como si fuera un libro histórico es una creencia arraigada en algunas cosmovisiones cristianas. Esta creencia queda fuertemente cuestionada con la emergencia del pensamiento moderno. Uno de los héroes del nuevo paradigma es Galileo Galilei (1564-1642).

A Galileo se le suele considerar el padre del método científico, a pesar de que la noción galileana del método dista de lo que hoy entendemos como método experimental. Algunas de las razones de ello es que el científico italiano refinó el análisis matemático de la naturaleza, la observación controlada y la contrastación de hipótesis.

Además, Galileo marcó un giro cultural en nuestra civilización. En el pensamiento medieval, salvo honrosas excepciones, las teorías que implicaban algún enunciado contradictorio con la interpretación literal de la Biblia se proclamaban falsas y heréticas. De este modo, la indagación de la naturaleza debía correr a la zaga con respecto a los compromisos teológicos.

Galileo provoca una inversión metodológica. En su carta a la hija del duque Carlos III de Lorena, Cristina, el científico afirma que puesto que los textos bíblicos contienen pasajes que son compatibles con distintas maneras de interpretación –no pudiendo aducirse que todas las posibles interpretaciones son de interpretación divina- lo más prudente es no comprometer los textos bíblicos con afirmaciones sobre la naturaleza que se oponen a las conclusiones de la razón demostrativa y la experiencia observacional. Y concluye su idea con esta pregunta desafiante que expresa el espíritu de la Modernidad: “¿Y quién quiere poner límites a los ingenios humanos?”

Puede observarse que el científico nacido en Pisa proclama principios que asociamos hoy como distintivos de la cultura moderna: La libertad de pensamiento, la autonomía de la investigación científica y el derecho a expandir los límites de la investigación natural más allá de los intentos de constreñirla por motivos ideológicos.

Creo que fue el pensador y literato Arthur Koestler quien atribuyó a Galileo el desplazamiento  del “peso de la prueba”. Significa que en vez de que sean los científicos quienes deban ajustarse a los postulados de la teología, son los teólogos los que deben demostrar que no hay suficiente evidencia a favor de una conclusión científica. Pero para hacer esto, los teólogos tendrían que asumir las reglas del juego científico o, en su defecto, proclamar la autonomía total de los saberes, con todas sus consecuencias.

Herederos de este nuevo paradigma, la cultura contemporánea de las sociedades abiertas de Occidente asume que la empresa del conocimiento humano está señalizada con la estela dibujada por la libre investigación de la naturaleza y que cualquier interpretación del pasado debe reinterpretarse para ser compatible con ella – o permanecer como un anacronismo histórico-.

No deja de ser llamativo que esta revolución iniciada hace cuatro siglos todavía hoy continúa encontrando resistencia. Todavía en nuestras sociedades  -secularizadas o no-  existen movimientos cuyas pretensiones son que la investigación de la naturaleza se ajuste a interpretaciones literales u ortodoxas de los textos religiosos. Con dicha actitud se entorpece la comprensión de problemas cuyo esclarecimiento es necesario para comprendernos y convivir de modo pacífico como especie.