Dice Pérez-Reverte en ese dignísimo panfleto antibélico titulado “Territorio comanche”, que lo más eficaz en las guerras “es que el enemigo tenga, más que muertos, muchos heridos graves, mutilados y cosas así”. (Algo que también sabían los dominicanos cuando les hacían la guerra de guerrillas a los españoles durante la Restauración ).

Los muertos simplemente están muertos y basta enterrarlos, pero los heridos “requieren esfuerzos de evacuación, cura y hospitales, complican la logística del adversario y le revientan la organización y la moral.” Mejor “es hacerle muchos cojos y mancos y tetrapléjicos…”

La bomba atómica

“La bala retozona del 5.56 –dice Pérez-Reverte-, esa misma que hace zigzag y en vez de salir por aquí sale por allá o hace estallar el hígado, se comporta así porque un brillante ingeniero, hombre pacífico donde los haya, quizá cató1ico practicante, aficionado a Mozart y a la jardinería, pasó muchas horas estudiando el asunto. Tal vez hasta le dio nombre -Bala Louise, Pequeña Eusebia- porque el día que se le ocurrió el invento era el cumpleaños de su mujer, o su hija. Después, una vez terminados los planos, con la conciencia tranquila y la satisfacción del deber cumplido, el asesino de manos limpias apagó la luz en la mesa de proyectos y se fue a Disneylandia con la familia.”

Todo lo anterior tiene que ver con un asunto que para Bertolt Brecht constituía una grave preocupación, la responsabilidad del científico o del técnico, el peligro que representa el uso inmoral de la ciencia y la técnica. Sobre todo después de las bombas atómicas que se arrojaron graciosamente sobre Japón.

“La bomba atómica –dijo Bertolt Brecht- sólo ha impresionado a la gente simple como algo terrible”, pero es aún peor: “Este supertorpedo ha apagado el repique de las campanas de la victoria… La bomba atómica ha convertido realmente las relaciones entre sociedad y ciencia en un problema de vida o muerte”. Brecht, “Como Einstein, se ha dado cuenta de algo que no todos veían: se ha ganado la guerra, pero no la paz.”

El Galileo de Brecht, con su “panza de buda y socráticamente feo” como el Charles Laughton que lo representó, reflexiona amargamente sobre este tema en el monólogo final:

GALILEI. En las horas libres de que dispongo, y que son muchas, he recapacitado sobre mi caso. He meditado sobre cómo me juzgará el mundo de la ciencia del que no me considero más como miembro. Hasta un comerciante en lanas, además de comprar barato y vender caro, debe tener la preocupación de que el comercio con lanas no sufra tropiezos. El cultivo de la ciencia me parece que requiere especial valentía en este caso. La ciencia comercia con el saber, con un saber ganado por la duda. Proporcionar saber sobre todo y para todos, eso es lo que pretende, y hacer de cada uno un desconfiado. Ahora bien, la mayoría de la población es mantenida en un vaho nacarado de supersticiones y viejas palabras por sus príncipes, sus hacendados, sus clérigos, que sólo desean esconder sus propias maquinaciones. La miseria de la mayoría es vieja como la montaña y desde el pulpito y la cátedra se manifiesta que esa miseria es indestructible como la montaña. Nuestro nuevo arte de la duda encantó a la gran masa. Nos arrancó el telescopio de las manos y lo enfocó contra sus torturadores. Estos hombres egoístas y brutales, que aprovecharon ávidamente para sí los frutos de la ciencia, notaron al mismo tiempo que la fría mirada de la ciencia se dirigía hacia esa miseria milenaria pero artificial que podía ser terminantemente anulada, si se los anulaba a ellos. Nos cubrieron de amenazas y sobornos, irresistibles para las almas débiles. ¿Pero acaso podíamos negarnos a la masa y seguir siendo científicos al mismo tiempo? Los movimientos de los astros son ahora fáciles de comprender, pero lo que no pueden calcular los pueblos son los movimientos de sus señores. La lucha por la mensurabilidad del cielo se ha ganado por medio de la duda; mientras que las madres romanas, por la fe, pierden todos los días la disputa por la leche. A la ciencia le interesan las dos luchas. Una humanidad tambaleante en ese milenario vaho nacarado, demasiado ignorante para desplegar sus propias fuerzas no será capaz de desplegar las fuerzas de la naturaleza que vosotros descubrís. ¿Para qué trabajáis? Mi opinión es que el único fin de la ciencia debe ser aliviar las fatigas de la existencia humana. Si los hombres de ciencia, atemorizados por los déspotas, se conforman solamente con acumular saber por el saber

Hiroshima devastada por la bomba atómica

mismo, se corre el peligro de que la ciencia sea mutilada y que vuestras máquinas sólo signifiquen nuevas calamidades. Así vayáis descubriendo con el tiempo todo lo que hay que descubrir, vuestro progreso sólo será un alejamiento progresivo de la humanidad. El abismo entre vosotros y ella puede llegar a ser tan grande que vuestras exclamaciones de júbilo por un invento cualquiera recibirán como eco un aterrador griterío universal. Yo, como hombre de ciencia tuve una oportunidad excepcional: en mi época la astronomía llegó a los mercados. Bajo esas circunstancias únicas, la firmeza de un hombre hubiera provocado grandes conmociones. Si yo hubiese resistido, los estudiosos de las ciencias naturales habrían podido desarrollar algo así como el juramento de Hipócrates de los médicos, la solemne promesa de utilizar su ciencia sólo en beneficio de la humanidad. En cambio ahora, como están las cosas, lo máximo que se puede esperar es una generación de enanos inventores que puedan ser alquilados para todos los usos. Además estoy convencido que yo nunca estuve en grave peligro. Durante algunos años fui tan fuerte como la autoridad. Y entregué mi saber a los poderosos para que lo utilizaran, para que no lo utilizaran para que se abusaran de él, es decir, para que le dieran el uso que más sirviera a sus fines. Yo traicioné a mi profesión. Un hombre que hace lo que yo hice no puede ser tolerado en las filas de las ciencias.

Como dice Francisco Fernández Buey en un inapreciable artículo (“Brecht: sobre Galileo y la responsabilidad del científico”):  “Haciendo pensar a Galileo sobre su propio caso, y muy probablemente llevando en la cabeza el ejemplo del viejo Einstein, quien, con Leo Szilard, empujó a las autoridades norteamericanas a fabricar la bomba atómica para protestar luego por su utilización sobre las poblaciones de Hiroshima y Nagasaki y por la carrera armamentista, Brecht rechaza el progresismo ingenuo, advierte de las complicaciones de la vieja función prometeica de la ciencia, llama la atención sobre su función social presente y futura…”

El mismo Fernández Buey considera que  “en estos diálogos” de la obra “está el testamento ético-político de Brecht, su punto de vista maduro acerca de las relaciones entre ciencia y ética en la modernidad.”

Alguien la definió en italiano como un “Dramma implicitamente antiatomico.”

En opinión de otro alguien “No tenemos (en la obra) un héroe, como es de esperar, sino un conflicto fundamental entre verdad y dogma, entre la retractación y la vida.”