Dice el Galileo Galilei de la obra de Bertold Brecht que el “El pensar es uno de los más grandes placeres de la raza humana… Sí, yo creo en la apacible impetuosidad de la razón sobre los hombres. No podrán resistir a ella durante mucho tiempo.”

Su amigo Sagredo le previene contra los peligros de la ingenuidad:

“Galilei, te veo tomar por el mal camino. Cuando el hombre vislumbra la verdad sobreviene la noche del infortunio y la hora de la ofuscación suena cuando ese hombre cree en la razón de las criaturas humanas. ¿De quién se dice que marcha con los ojos abiertos? Precisamente de aquel que camina hacia su perdición. ¿Cómo podrían dejar libre los poderosos a alguien que posee la verdad? ¿Aunque esa verdad sea dicha acerca de las más lejanas estrellas?… Cuando hace unos momentos te veía mirar por el anteojo y contemplar esos nuevos planetas, fue para mí como si te viera en medio de las llamaradas de la hoguera, y cuando dijiste que creías en las pruebas me pareció oler carne quemada.”

Sagredo le pide que no abandone la tolerante y Serenísima República de Venecia  “para caer en las garras de príncipes y monjes con (su) anteojo en la mano.” Pero Galileo no le hace caso, marcha a Florencia donde se acoge al mecenazgo de los Medici. Ante ellos se doblega, en una misiva, en actitud servil (como la que mucho apreciaría mi docto amigo Avelinus):

“A las nuevas estrellas que he descubierto las bautizaré con el alto nombre de la estirpe de los Medici. Bien sé que a los dioses y héroes les ha bastado la elevación de sus nombres a lo alto para su eterna gloria, pero en este caso ocurrirá lo contrario, el nombre de los Medici asegurará a las estrellas que le lleven un inmortal recuerdo.”

En una memorable ocasión viaja a Roma para exponer sus teorías, y en la Sala del Colegio Romano “Altos representantes eclesiásticos, monjes y eruditos” lo reciben a carcajadas, se burlan en su cara de sus disparates:

UN PRELADO GORDO. —También lo creen, también lo creen. Sólo lo razonable no es creído. Que hay un diablo, eso sí que lo dudan. Pero que la tierra de vueltas como una bolilla en el sumidero, eso sí que es creído. ¡Sancta simplicitas!

UN MONJE (en chanza). —¡Me mareo, me mareo! ¡Se mueve demasiado rápido! Permítame que me apoye en usted, profesor. (Hace como si trastabillara y se tiene delante del erudito.)

EL ERUDITO (imitándolo). —Sí, la vieja tierra se ha emborrachado de nuevo. (Se apoya en otro.)

EL MONJE. —-¡Alto, alto! ¡Que nos caemos! ¡Alto!

UN SEGUNDO ERUDITO. —Venus está ya completamente torcida. Ahora le alcanzo a ver sólo la mitad del trasero. ¡Socorro! (Se forma una masa compacta de monjes que, entre risotadas, hacen como si se defendieran de caer al mar en un navío en tormenta.)

UN SEGUNDO MONJE. —¡Por lo menos que no caigamos en la luna! Hermanos: ahí parece que existen montañas con puntas muy afiladas.

EL PRIMER ERUDITO. —Apóyate en ellas con el pie.

Estatua Giordano Bruno en Plaza Campo dei Fiori

EL PRIMER MONJE. —¡Y no mires para abajo! ¡Ay, que sufro de vértigos!

EL PRELADO GORDO (intencionadamente, en dirección a Galilei). — ¡Imposible! ¡Patrañas en el Colegio Romano! (Grandes risotadas. Por una puerta trasera entran dos astrónomos del Colegio. Se hace silencio.)

            Lo peor es que, cuando no se burlan de Galileo, los sabios del Colegio Romano sugieren cosas macabras:

EL CARDENAL MUY VIEJO (a Galilei). —¿Así que es usted? Pues mire, yo ya no veo muy bien, pero sí puedo decirle que usted se parece muchísimo a esa persona que condenamos en su tiempo a la hoguera. ¿Cómo se llamaba?

            La taimada alusión a Giordano Bruno no es casual. Galileo proclama que el “cielo”, como lo concebía Tolomeo “ha muerto”, rechaza la doctrina científica de Aristóteles, “enloda a aristóteles”, que es uno de los puntales de la fe, de la doctrina de la fe católica. Se atreve a decir, dice y repite que la tierra gira alrededor del sol y no al revés.  El sol no se mueve y  no se puede parar pero la Biblia dice lo contrario. ¡Ay carijo!

UN MONJE MUY DELGADO (se adelanta con una Biblia abierta en la mano y señala fanáticamente un fragmento con el dedo).— ¿Qué es lo que dicen las Sagradas Escrituras? “Sol no te muevas de encima de Gabaón ni tú Luna de encima del valle de Ayalón.” ¿Cómo puede detenerse el Sol si no se mueve en absoluto, como sostienen esos herejes? ¿Mienten acaso las Sagradas Escrituras?

EL CARDENAL MUY VIEJO (rechazándolo, a Galilei). Usted quiere degradar a la tierra, a pesar de que viva sobre ella y que de ella todo lo recibe. ¡Usted ensucia su propio nido! ¡Ah, pero no lo consentiré! (Deja a un lado al monje y comienza a pasearse con orgullo.) Yo no soy un ser cualquiera que habita un astro cualquiera que da vueltas por algún tiempo. Yo camino sobre la tierra firme, con pasos seguros. Ella está inmóvil, ella es el centro del Todo y yo estoy en su centro y el ojo del Creador reposa en mí, solamente en mí, giran, sujetas en ocho esferas de cristal, las estrellas fijas y el poderoso Sol que ha sido creado para iluminar a mí alrededor. Y también a mí, para que Dios me vea. Así viene a parar todo sobre mí, visible e irrefutable, sobre el hombre, el esfuerzo divino, la criatura en el medio, la viva imagen de Dios, imperecedera y… (Se des-ploma.)

EL MONJE. —¡La patria del género humano convertida en una estrella errante! Al hombre, animal, planta y toda la demás naturaleza los meten en un carro y al carro lo hacen dar vueltas en un cielo vacío. Para ellos no hay más ni cielo ni tierra. La Tierra no existe porque sólo es un astro del cielo y tampoco el cielo porque está formado por muchas tierras. No hay más diferencia entre arriba y abajo entre lo eterno y lo perecedero.

Muchos se preguntan “¿Adónde iremos a parar?

Con “ese tubo del diablo” (el telescopio) “nos van a destruir todo el firmamento.”

Galileo pretende, al parecer, destruir toda la belleza y la poesía de la creación, “esa armonía”.

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EL FILÓSOFO. —El universo del divino Aristóteles con sus esferas de místicos sonidos y sus cristalinas bóvedas y los giros circulares de sus cuerpos celestes y el ángulo inclinado de la trayectoria solar y los misterios de las tablas de los satélites y la exuberancia de estrellas del catálogo del hemisferio austral y la inspirada construcción del globo celestial, es un edificio de tal orden y belleza que bien deberíamos recapacitar antes de destruir esa armonía.

Galileo, definitivamente “y sin ninguna duda es un enemigo de la naturaleza humana y como tal debe ser tratado. El hombre es la corona de la creación, eso lo sabe cualquier niño. La criatura más sublime y bienamada del Señor. ¿Cómo puede colocar él esa maravilla, ese magnífico esfuerzo en un asteroide minúsculo, apartado y que dispara continuamente? ¿Acaso él mismo mandaría a su propio hijo así, a un lugar cualquiera? ¿Cómo puede existir gente tan perversa que tenga fe en estos esclavos de sus tablas numéricas? ¿Qué criatura del Señor puede tolerar una cosa así?”

El principio de autoridad, en boca del Filósofo, sale a relucir para invalidar científicamente las teorías del hereje Galileo:

EL FILÓSOFO (importante). —Si aquí se procura enlodar la autoridad de Aristóteles reconocida no sólo por todas las ciencias de la antigüedad sino también por los Santos Padres de la Iglesia, debo entonces advertir que considero inútil toda continuación de la disputa. Rechazo toda discusión impertinente. ¡Ni una palabra más!

Pero el hereje impertinente  no se calla:

GALILEI. —El padre de la verdad es el tiempo y no la autoridad. ¡Nuestra ignorancia es infinita, disminuyamos de ella tan siquiera un milímetro cúbico! ¿Por qué ahora ese afán de aparecer sabios cuando podríamos ser un poco menos tontos? He tenido la inconcebible felicidad de recibir un instrumento con el cual se puede observar una puntita del universo, algo, no mucho. ¡Utilícenlo!

El tozudo Galileo está cortando leña para su hoguera.

NOTA:

HELIOCENTRISMO

La hipótesis heliocéntrica durmió hasta Copérnico. Uno de los responsables de esta catalepsia fue Aristóteles, que con su inmensa autoridad policial impidió cualquier alzamiento contra el régimen establecido. Schopenhauer y Bertrand Russell afirman que este filósofo constituyó una calamidad pública que duró veinte siglos. Muchos se enojan arguyendo que fue un gran genio. No veo la contradicción: solamente un gran genio puede constituir una gran calamidad. Si Aristóteles hubiese sido un mediocre no habría sido capaz de impedir durante dos mil años el advenimiento de la nueva física. Los genios promueven grandes adelantos en el pensamiento humano; pero, cuando les da por estar equivocados, son capaces de frenarlo durante varios siglos. (Ernesto Sabato, “Uno y el universo”)