Sólo he ido una vez a la Cineteca de Francia, que se encuentra al sureste de la ciudad, justo al lado de una sala de conciertos en Bercy. Había ido para ver si la leyenda urbana era cierta, esa que cuenta que el cine de El Santo está presente en tan prestigioso sitio. Ese mito sustenta otro más arriesgado: que México dio al séptimo arte el género de luchadores. Supongo que mi ánimo estaba ávido de fervor patrio y ahora ni recuerdo la emoción cuando frente a mi apareció un cartel kitsch con el Enmascarado de Plata, Blue Demon y Mil Máscaras salvando al mundo de las momias de Guanajuato.
Lo sabemos, este verano se ha ido al caño. Los más suertudos no salieron de vacaciones y los menos del hospital… El caso es que, como todo o casi, el deseo de ir a Parigi se evaporó (¡quédate en tu casa!). No hubiera divagado tanto, si no hubiera sabido que la Cineteca acaba de inaugurar una exposición de Louis de Funes.
El gran cómico se presenta en un lugar que acostumbra honrar a los Autores (con mayúscula) y no a los consentidos por las masas (para preparar baguette) como lo fue el interprete de Rabbi Jacob. En dicha película de 1973, el protagonista Monsieur Pivert se hace pasar por un rabino de Nueva York para esconderse de unos árabes malvados. La cinta, no podría rodarse en estos días de hipersensibilidad político-cultural-social-religiosa-bla-bla-bla-bla.
Según el curador de la exposición Alain Kruger, no ha habido otro como él en la pantalla grande. Un cómico que hacía gestos, ruidos onomatopéyicos y caras de todo tipo para arrancarle carcajadas al público. El Chaplin francés le apodaban. Pese a que Netflix y sus amigos ofrecen mil formas de entretenimiento, estoy seguro que la gente en el Hexágono, sigue viendo en la tele las aventuras del mimo que, en vida llevó un nombre tan kilométrico como su talento: Louis Germain David de Funes y de Galarza y Soto.
De origen español, pues otra leyenda dice que Funes venía de noble cuna, con padre abogado y andaluz y madre burguesa y gallega. Sin embargo, la familia, de él, de ella, les impedía que su amor cristalizara en sagrado matrimonio –con lugar común incluido– así que a la primera oportunidad, agarraron sus maletas y, huyendo como bandidos, se instalaron en Courbevoie, un suburbio parisino.
Si bien filmó casi doscientas cintas, que se desarrollan en los más diversos escenarios, desde una Francia que resiste contra los alemanes en La grande vadrouille (La gran fuga), hasta un campesino dicharachero que conoce a un marciano cuyo lenguaje se base en gases corporales (léase pedos) en La sopa de col (La soupe aux choux), el reconocimiento no fue inmediato y mientras llegaba, don Luis tocaba el piano en bares; actuaba en teatros; aceptaba papeles olvidables y cumplía los cincuenta años. Por eso era una persona tímida y sencilla, por el éxito tardío, asegura el periodista Jean-Jacques Jelot-Blanc, uno de sus biógrafos.
Por cierto, en la película Roma, Alfonso Cuarón pone a los personajes a ver La gran fuga, aunque en realidad lo que ellos desean es besarse en aquel cine; imborrable referencia de la niñez del director mexicano.
Una de las más entrañables es El gendarme de Saint-Tropez, en la que encarna al Oficial en jefe Cruchot (dirigida por Jean Girault, 1964). Cruchot, que en francés suena como a tonto (cruche), es enviado a ese balneario exclusivo de la Costa Azul, que Brigitte Bardot hizo célebre. Al parecer, muchos de los turistas que iban a veranear, cada vez que veían una silueta femenina imaginaban que era la de la rubia fatal, cuya «humilde morada» se encuentra en la cima de una colina. Allí vivió con uno de sus maridos, Roger Vadim, pero esa es oootraaa historia.
Cruchot gobierna con mano dura a la tropa. Entretanto, su hija aplasta el aburrimiento inventándose que es la hija de un millonario y presume una vida de lujos para conseguir unas cuantas gotas de popularidad. Filmada en el cuartel de los gendarmes, que ahora es un museo dedicado al super policía y a la serie de seis películas que se rodaron en «Saint-Trop», la cinta no intentó más pretensiones que la risa, pero curiosamente, con el paso del tiempo se ha vuelto de culto. En especial la escena en la que el jefe pide voluntarios para ir tras los nudistas que atentan contra las buenas costumbres y afean la playa. Todos dan un paso al frente, pero cuando explica que la misión consiste en «infiltrarse» entre los encuerados (los culs-nus, dice) y así atraparlos con los dedos en la panza, los agentes retroceden…
Realidad y ficción parecen vías paralelas, pero suelen tocarse con mucha frecuencia, incluso llegan a confundirse tanto que resulta imposible separarlas. La asociación nudista Encuerados por París, viendo que su enemigo jurado se encuentra en la Cinématèque ya tiene cita para el próximo trece de septiembre. Coherencia ante todo, los alérgicos al vestido irán sin otra prenda que el cubrebocas, ¡faltaba más! Desde que leí la nota, no hago otra cosa que pedir al cielo que alargue el verano en la capital francesa, porque sino, se les va arrugar el pellejo con los aires que despeinan al Sena.
Borges nos contó de otro Funes, un joven inválido con una memoria prodigiosa, pues recordaba t-o-d-o. Ahora le toca a la Cineteca conmemorar al Funes de las risotadas. Yo ya no tendré tiempo (ni euros) para embarcarme y visitar otra vez el templo del cine; tampoco, para inscribirme en tan prestigiosa asociación.