Quizás sea el tema de la muerte el de mayor impacto en la relación estrecha entre cultura y ritualidades. La muerte, tenida como centro de atención desde que los neandertales enterraron a sus primeros muertos hace más de 250,000 mil años, y con ello crearon la conciencia social y cultural de que los humanos no solo dejábamos de existir, sino que este hecho le generaba a ellos angustias, dolor y reverencia, decidiendo en consecuencia colocar en un lugar, con una posición y objetos rituales a su alrededor y enterrándolos, sugiriendo la importancia de la muerte en el ser humano o entre los vivos.

Desde entonces la muerte se ha transformado en uno de los hechos humanos de mayor trascendencia y temor construyendo a su alrededor toda una parafernalia ceremonial, ritual, y un sistema de creencias y de un imaginario rico en ficción, pena, dolor, temor y respeto, a tal punto que la antropología en el marco de sus teorías sobre el origen posible de las religiones, sitúa este hecho de enterrar a sus muertos, como una posible frontera entre la vida y la muerte, el mundo terrenal y el imaginado supra mundo, y en muchas culturas esta devoción al culto a la muerte es su propia religión como en el África del este.

Naturalmente que los estudiosos del tema entienden que la frontera entre religión y muerte, aunque marcada por el temor, también la delimita lo divino y ciertamente en la mayoría de los casos, la muerte no pertenece al mundo divino, sino que los dioses son los que ocupan ese lugar en el panteón para ellos reservados.

Por tanto, la muerte, sus ritos y ceremonias constituyen en todas las culturas un acontecimiento de cierta relevancia haciéndose acompañar en muchos casos de música, bailes, canticos, rezos u oraciones, ofrenda, devociones y acciones sociales que la hacen parte del entramado que conecta al vivo con el mundo desconocido de quien deja este espacio terrenal y pasa al oscuro y desconocido espacio de la muerte, desconocido y temido.

Ante la pandemia, el ser humano aquí y fuera de nuestro país, ha tenido que lidiar entre lo cultural y lo existencial para continuar viviendo.

Este pasaje se expresa a través del funeral que ha de representar el acto ceremonial de despedida con el difunto representado por familiares, amigos y allegados que encuentran un momento no solo para despedirlo, sino reverenciarlo y atenuar el dolor de su partida.

En ese sentido las culturas humanas han configurado de distintas maneras este acto ritual de despedida y cada una lo asume dentro de códigos semánticos y simbólicos particulares, pero con un mismo fin y propósito: decir el último adiós a quien en vida nos acompañó y que todavía no podemos entender por qué se nos va y por ello causa tanto dolor despedirlo y aceptar la muerte como algo inevitable.

Esa ritualidad es el funeral que cumple varias funciones sociales a la vez. De un lado atenuar el dolor causado por la desaparición de un familiar o allegado, por el otro lado la no aceptación de la muerte como un principio inequívoco de la existencia humana y también un temor que se esconde detrás de la ceremonia que le sirve de marco al conjunto de ritos que se producen alrededor del funeral: cánticos, velatorios, sollozos como expresión de dolor, comida, ambientes lúdicos que esconden el dolor de la muerte, música para distraer o burlar el dolor y aceptar la continuidad del ciclo entre la vida y la muerte, según el tipo de sociedad.

También la muerte se hace acompañar de ritualidades religiosas, diálogos escenificados con un sentido terapéutico y de conexión entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, como la posesión en el espíritu del difunto, y conversaciones en el contexto mismo de la celebración.

Asimismo, se produce la ruptura y el cierre del ciclo al final con el rito de despedida donde se le pide al espíritu del difunto retornar a su lugar de reposo y dejar tranquilo el mundo de los vivos.

El sollozo, los saludos, el pésame, las visitas de amigos, familiares, allegados y la ambientación social que se produce alrededor de la casa de los dolientes es un mundo compartido entre lo secular y lo reverencial de la muerte, por eso el funeral es más que un sitio de despedida, es también un espacio para socializar la muerte.

La pandemia, con sus restricciones ha provocado una alteración de estas ritualidades y reducido el hecho de la muerte a una mera acción administrativa de enterrar al fallecido, sin la ritualidad y acompañamiento que pautan las normas culturales en estos casos.

Se ha impuesto, como resultado de todo esto, el sentido de la supervivencia por encima de la ritualidad que, si bien es inherente a lo sucedido, su obligatoriedad, debido a la pandemia, ha pasado a un segundo lugar afectando básicamente el valor simbólico de su ritualidad, de la tradición y la costumbre.

Como resultado de la pandemia, se han tomado medidas prohibitivas que niegan la ritualidad y por tanto el valor ceremonial de la muerte y de su funeral obligando a familiares y amigos incluso a no acompañar a su difunto, con la secuela de dolor, culpabilidades, y el pesar de no despedir a sus difuntos que, si bien se acepta, no deja de impactar de manera negativa en el tejido social y los patrones culturales determinantes de la gente.

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en su obra La desaparición de los rituales (2020), nos explica cómo esta pandemia ha llegado a penetrar hasta las formas sociales del saludo y otras maneras, de lo que llamó ritualidad social. No olvidemos que los grupos humanos funcionan, inspirado en una ritualidad social y sagrada que es a su vez, componente esencial de la cohesión social y del entramado estructural de sus mentalidades y cuando se ve afectado, ha de suponerse, que adecúa todo ese tejido sociocultural y de mentalidades, aunque termine recomponiéndose luego.

En estos momentos, si vemos todo lo que ha sido el resultado de la pandemia solamente ante la muerte y sus ritualidades, llegaríamos a la conclusión de su impacto negativo en el alcance y la manera en que ha sido afectada la ritualidad del funeral y todo lo relacionado con la ceremonia de despedida del muerto.

De todas maneras, los grupos humanos, como especie viva, deben sobrevivir ante cualquier adversidad sanitaria, natural, social o de cualquier tipo, adecuando lo cultural a sus necesidades para continuar la reproducción del grupo, principio propio a las especies animales y que es válido para el ser humano, y la cultural es y ha sido un recurso de adaptabilidad ante la obligatoriedad del ser de sobre vivir o desaparecer.

Ante la pandemia, el ser humano aquí y fuera de nuestro país, ya que es de magnitud mundial sus efectos, ha tenido que lidiar entre lo cultural y lo existencial para continuar viviendo. Por momento esos hechos culturales y sus ritualidades, podrían ser controlados por los grupos humanos si no cambian su esencia, pues la cultura a veces busca los mecanismos para hacerse sentir, y se adapta a las circunstancias sin perder el rostro que representa su valor simbólico.

Una misa, un encuentro familiar, una reunión de amigos podría desempeñar el mismo valor ritual que el funeral si lo imponen las circunstancias, y esto no altera para nada lo esencial que significa el funeral, pues el dolor, la pena, el recuerdo y el respeto por tu difunto seguirá, a pesar de la pandemia y sus restricciones sociales, en todo caso, lo más importante es el valor simbólico de lo que se hace, no cómo se hace; es decir, no es el cómo, es el por qué.