Recientemente el presidente del Consejo Dominicano de la Unidad Evangélica (Codue), Fidel Lorenzo Merán, reveló a la prensa que están coordinando con la Iglesia Católica leer en todos los recintos religiosos la lista con los nombres de los candidatos a puestos electivos “pro aborto, pro gay y en contra de la soberanía” para que no voten por ellos.
La noticia pone en evidencia una vez más que no hay cosa que haga más daño a la democracia que el fundamentalismo. Y es que el fundamentalismo, sea el religioso o el secular, con su referencia última a la verdad, sea la revelada por Dios o la establecida por los hombres, choca con la democracia, que es un régimen que huye del pensamiento único, de las doctrinas irrefutables, y que se construye sobre opiniones y el libre consenso de los ciudadanos.
En el caso del fundamentalismo cristiano, este cuestiona el derecho de la mujer a la autodeterminación, afirmándose que, cuando ella opta por el aborto, en realidad no decide acerca de sí misma sino que está decidiendo respecto a alguien diferente a quien le quita la vida. Ahora bien, ¿estamos seguros que el embrión es un “alguien” que merece una protección semejante a la de un ser humano al extremo de que se haga prevalecer su derecho a vivir incluso por encima del derecho a la vida de la madre?
Curiosamente el fundamentalismo religioso que se queja de la inhumanidad de la ciencia acude a ésta cuando funda en la autoridad de la investigación científica la corrección de su postura teológica. Pero lo cierto es que nadie hoy, basándose estrictamente en la razón científica, puede afirmar con certeza cuando un embrión se convierte en persona. Es más, hay teólogos católicos como el alemán Eugen Drewermann que opinan que “un feto humano todavía no es un ser humano (…)”, por lo que “no se puede sostener que haya ya una forma definitiva de vida, que hubiere que proteger por encima de todo como derecho fundamental”.
Como la cuestión es científicamente controvertida, no hay manera de convencer a nadie sobre la respuesta correcta, al margen de sus personales creencias. Pero si se responde al problema mediante un acto de fe, al margen de la razón, entonces cualquier respuesta es tan legítima como otra y se cierra la posibilidad del diálogo entre creyentes y no creyentes. Ese es precisamente el cortocircuito que origina el fundamentalismo al asumir la “defensa de la vida” y catalogar de “asesinos” a todos quienes defienden el derecho a la autodeterminación de la mujer.
Este fundamentalismo es inaceptable aún para los que somos cristianos y católicos. No porque la interrupción del embarazo sea moralmente indiferente sino porque, como nos recuerda el teólogo católico suizo Hans Kung, no se puede imaginar “que Jesús, que acusó a los fariseos de cargar sobre los hombros de la gente fardos insoportables, declarase hoy pecado mortal toda interrupción ‘artificial’ del embarazo”. Ya lo dice el sacerdote católico francés Jacques Gaillot, lo cual aplica no solo a la condena del aborto sino también a la discriminación de los homosexuales, “la tarea de la Iglesia es caminar humildemente con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, acogerlos, escucharlos, oponiéndose a que se les aplaste. Si la misma Iglesia multiplica a los marginados al culpabilizar sus conciencias, ¿a dónde vamos?”.
Dicho lo anterior, ¿es cierto, como afirman algunos liberales radicales que la religión no tiene nada que ver con la política y que, por tanto, las iglesias deben abandonar totalmente la arena pública y dejar que los políticos resuelvan en sus propios términos seculares los problemas de los ciudadanos? Lo primero es que, en un Estado secular como el dominicano, Estado y religión están separados, por lo que el Estado renuncia a una legitimación religiosa por parte de las iglesias y estas renuncian a pretensiones de dominio político y privilegios. El Estado es neutral respecto a las diferentes cosmovisiones pues no hay iglesia oficial. Y lo que no es menos importante: como afirma Habermas, los argumentos que “impliquen la pretensión de la verdad de la religión” no devienen legales por esa mera pretensión.
Ahora bien, que las iglesias no puedan imponer a los ciudadanos sus creencias y formas de vida usando el brazo estatal, que el Estado no debe identificarse con una iglesia o religión, no significa que el Estado asuma como religión civil un fundamentalismo secular. Es más, la religión es “una reserva ética irrenunciable del Estado secular” (Thesing), el cual vive “de los impulsos y las fuerzas que la fe religiosa transmite a sus ciudadanos” (Bockenforde), por lo que las iglesias pueden perfectamente formular un juicio ético sobre las leyes del Estado. Esa capacidad de las religiones de darle sentido a la vida de los ciudadanos es lo que explica la presencia en nuestra Constitución no solo de las denominadas “cláusulas Dios” (Preámbulo, lema nacional de “Dios, Patria y Libertad”, la Biblia en el centro del Escudo Nacional) sino, sobre todo, de los valores de la dignidad humana, la igualdad y la inviolabilidad de la vida que son herencia de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor y de la cual se nutre el Estado Constitucional.
Como afirma Habermas, los ciudadanos secularizados no debemos ni negarle un “potencial de verdad” a las cosmovisiones religiosas ni oponernos a que nuestros conciudadanos creyentes contribuyan al debate público en su “lenguaje religioso”. Más aún, es nuestro deber traducir a un “lenguaje públicamente accesible” los aportes religiosos de nuestros conciudadanos creyentes que puedan ser relevantes, como resulta ser, en el polémico tema del aborto, el llamado de las iglesias a defender la vida del concebido.