“Si hay un bien, el conocimiento; si hay mal, la ignorancia”-Sócrates.
Muchas personas que están muy atentas a todo lo que sucede en la Administración, especialmente cuando estamos a punto de iniciar la gestión de un partido de la oposición, otorgan una importancia especial a la designación de los nuevos gabinetes ministeriales y de los funcionarios de las instituciones autónomas y descentralizadas.
No es para menos en un país donde la profesionalización de las burocracias estatales, que se ha demostrado tiene impactos muy positivos en el crecimiento económico, el desarrollo democrático y la reducción de la corrupción, ha sido siempre una cuestión evadida por los partidos tradicionales.
Con frecuencia, en los períodos electorales, ante el nerviosismo de los servidores públicos que genera un eventual o seguro cambio del ejecutivo de turno, además de la sustantiva cantidad de votos que representan, los candidatos punteros suelen prometer respetar la función pública. Especialmente en los casos de profesionales y técnicos calificados y de vieja data, que, por lo demás, y esto no lo dicen ellos, tienen un perfil partidario bastante moderado.
Algunos, cuando llegan al solio presidencial, por presión de allegados y gente de confianza, con frecuencia muy imbuidos por el clientelismo, olvidan el discurso de salvaguarda y también en ocasiones la meritocracia.
¿Cuál es la realidad? Durante cinco decenios el sistema político dominicano fue pacientemente construido como un mercado cualquiera, el de las mercaderías políticas de Schumpeter. A estas alturas nos parece extremadamente desafiante derribar ese formidable edificio.
Hoy tan embarazoso sería emprender ese camino como recobrar la confianza ciudadana en los dispositivos fundamentales del sistema democrático. El favor del voto se acostumbra a pagar con un empleo; los favores pecuniarios de grandes magnitudes, tan necesarios en tiempos electorales, se retribuyen con funciones decisivas en la Administración.
Por tanto, es perentorio pensar en reformas que profundicen y reafirmen la profesionalización de la función pública. Que los cargos públicos no se ofrezcan como mercaderías que tienen el potencial de abrir las puertas a la corrupción y al enriquecimiento al vapor.
En una palabra, un gobierno inclinado a la innovación y a los cambios sustanciales para el desarrollo nacional, debería implementar reformas que reemplacen absolutamente el poder político discrecional sobre la gestión del empleo público, por procedimientos transparentes y meritocráticos de obligatoria observancia.
De aquí que la permanencia de lo que están o la llegada de quienes quieren entrar, debe ser decidida por la formación, el servicio y la experiencia técnica. De hecho, como lo confirman diversos estudios, el mérito y no los criterios clientelistas partidarios fundamentados en el pago del favor del voto, el trabajo político hecho o las contribuciones de campaña, es el factor decisivo cuando hablamos de elevar la capacidad burocrática del Estado.
El clientelismo en el empleo público, beneficiando discrecionalmente a grupos individuales específicos con cargos, ascensos o aumentos de salarios, solo puede terminar exacerbando la búsqueda de la utilidad privada en la Administración, con todas las nefastas consecuencias que esto tiene en términos de las buenas expectativas creadas, racionalidad, eficacia y eficiencia en el suministro de los bienes públicos, y más confianza ciudadana en la Administración.
En este contexto, debemos reconocer que el presidente electo por los dominicanos, Luis Abinader, nos ha sorprendido con la todavía no concluida selección de los funcionarios de alto nivel de su futuro gobierno. Si bien algunos de ellos tienen vínculos declarados con el partido victorioso, advertimos un denominador común: el conocimiento especializado, la experiencia profesional y un largo ejercicio privado sin los ruidos que suelen generar los actos pecaminosos.
Ciertamente, algunos de ellos están muy vinculados a los intereses privados de este país y hay quien se preocupa con razón: ¿terminarán adaptándose a la lógica de los bienes públicos que benefician a la población en su conjunto (caracterizados por la no-rivalidad y la no exclusión de ciudadanos beneficiados), o por el contrario se inclinarán por los bienes privados o clientelistas que representan un intercambio que reciproca con apoyo político o favores el apoyo electoral de agentes privados?
Cuando pienso en algunos de ellos me inclino por la primera posibilidad. Conozco, por ejemplo, a Ceara Hatton hace tres décadas y tengo fe en sus inquietudes altruistas y reformadoras, además de sus sobrados conocimientos técnicos. Y así puedo mencionar a algunos otros de los designados para desempeñar funciones cruciales en la delicada coyuntura socioeconómica que vive el país.
Que estas designaciones tempranas sean una sorpresa (en mi caso) para bien, no para mal. Que esos profesionales anunciados, que no son jefes partidarios barriales o provinciales sin formación alguna, contribuyan a ponderar en sus respectivas instituciones y en toda la Administración los costos y beneficios del mérito, arrinconando el clientelismo.
La función pública no está para pagar favores, sino para servir con diligencia, eficacia, eficiencia, transparencia y pulcritud a la ciudadanía. No está tampoco para servirse, sino para servir a los demás con esmero, sacrificio y dedicación. Es una cultura, un espíritu, una vocación y un sistema de valores.
Es cierto que en el contexto nacional el mérito puede terminar reforzando los privilegios de clase, dadas las graves deficiencias en los niveles de instrucción general de la población (los ricos son los que tienen acceso a la educación de calidad).
El Estado debe satisfacer la creciente demanda de empleos de manera innovadora, emprendedora y de la mano con el sector privado (que también debe revolucionarse), no a expensas del deterioro de la función pública. Actuar de otro modo se traduciría a posteriori en un gran costo para la nación y también, en términos electorales, en perjuicios para el partido gobernante.
La llegada al sector público debe ser competitiva y meritocrática, no clientelista, discrecional y discriminatoria.