UNO

Cualquiera que abra una lata de sardinas en este país está expuesto a que le salga el rostro de Danilo Medina. El oprobio mediático es de tal magnitud que lo vemos, o escuchamos su nombre, casi cada segundo; y se nos cuela por el hueco de los riñones, produciendo una saturación que podría cansar hasta a El Espíritu Santo. Si estoy en la calle y observo de paso cien vallas de políticos proponiéndose, por lo menos ochenta y siete son de él. Si voy en el carro y escucho la radio, de cuarenta anuncios de candidaturas treinta y cinco lo celebran con un ritmo contagioso (“Me gusta, me gusta, Danilo a mí me gusta”). Si me refugio en la casa y enciendo la televisión, Danilo Medina me asalta con su media sonrisa forzada. Es como si él fuera, además, indispensable para el universo. Y no es por nada, pero si entendemos la democracia como una práctica que se funda en la idea de que todos podemos acceder libremente al ejercicio del criterio, y de que es el sentido común y la inteligencia lo que debería llevarnos a elegir a un candidato; el avasallamiento mediático de Danilo Medina nos da la sensación de un liderazgo inseguro, y una certeza de que se ha perdido la adhesión voluntaria del pueblo. Jean Jacobo Rousseau enfatizaba la encarnación de un liderazgo “que no tenga más que una voluntad en orden a la conservación común y el bienestar general”; es decir un liderazgo que no personifique un  poder absoluto y que concrete en sí la pluralidad de lo que el votante expresa. La desmesura de la propaganda danilista no deja lugar a dudas: la paga el Estado providencial, y está destinada a suprimir las deficiencias reales del líder, por eso es superabundante. No únicamente se cree un Mesías abusando del dinero público, sino que apabulla icónicamente la privacidad y el sosiego del ciudadano.  Cuando estoy harto de esa propaganda machacona y tenaz, me alumbra el desespero la frase de Herodoto, el griego: “Es mucho más fácil, según parece, engañar a muchos hombres que a uno solo”.

DOS

En un discurso que pronunciaba en el sur del país, Danilo Medina proclamaba airado que quería “Mis diputados”,  “Mis senadores” “Mis alcaldes”. Él no es un hombre que conceptualice mucho, y estoy seguro que ignora por completo que hay un conjunto de palabras y nexos gramaticales a cuya mágica ambigüedad confiamos las más brutales o sutiles de nuestras intenciones. El dativo posesivo, por ejemplo, deja desnudo al hablante. “Mis diputados”, “Mis senadores”, “Mis alcaldes”, son los plurales de sí mismo que despliega en forma inconsciente el yo autoritario. La retórica  lo traiciona y no puede cumplir con la cobertura de la realidad, y el posesivo lo obliga a revelar la alternativa de mentira o verdad.  Ese discurso dejó en pelotas al Mesías. En el fondo inexpresado de su pensamiento Danilo Medina no cree en el juego democrático. Las instituciones son de su propiedad, y en esos posesivos se condensan todos sus apetitos, todos sus anhelos de poder absoluto. A las puertas de Santiago de los Caballeros, Ulises Heureaux, Lilís; amenazó con sus dativos posesivos: “Mi ejército, mis diputados, mis partidarios, mi país; sabrán a quien escoger”. Y el pobre Pedro Francisco Bonó dejó el vacío lleno de miedo al sátrapa. ¿Se puede ser un líder en el siglo veintiuno y estar más cerca de Lilís que de Bonó? ¡Oh, Dios!

TRES

Con todos los hilos de la manipulación en sus manos, con la casi totalidad del presupuesto público, con el conjunto de las instituciones del Estado providencial que lo sostiene, con el poder judicial, con los órganos arbitrales de las elecciones bajo su dominio, con el DNI, con un partido oficial financiado íntegramente con fondos públicos, con los programas asistenciales del Estado convertidos en maquinaria de control de la pobreza, con un impresionante dominio de los medios de comunicación, con los senadores y diputados re-postulados en su totalidad y atrincherados con doce años de barrilitos y cofrecitos, con la corrupción entronizada en las prácticas de gobierno como algo natural y legítimo; en fin, con un candidato a punto de convertirse en Dios; aun así nos apabullan, nos ocupan el espacio privado, nos desalojan de la intimidad del reposo, con una propaganda que es abuso, y parte de la corrupción.