La fábrica de ilusiones y quimeras donde manipulamos nuestras (i)realidades –aquello que llamamos sueños– a veces nos conduce a lugares habitados por el deseo, la aventura, la imaginación, y por supuesto la memoria. Hablo de las islas, territorios que a través de la literatura han representado espacios donde utopía persigue lo inasequible. Hablo de la Atlántida y Platón, de la Ítaca de Ulises, la Ben Salem de Francis Bacon, la Tamoe del Marqués de Sade y la Más a tierra del Robinson Crusoe de Daniel Defoe; todas indiscutibles guaridas donde fantasía y realidad podrían ser una sola cosa.

Heracles y Ladon
Heracles y Ladon

Víctima de una testaruda condición de ciudadano caribeño, me asumo inextinguible y decididamente insular, por lo que sigo convencido de que mi inconsciente freudiano acostumbra lanzarme desde la firmeza continental, donde viví por más tres décadas, hacia la fragilidad de las costas, particularmente en momentos cuando mi álgida intimidad rebusca refugio en los pasados.

Esta vez, sin embargo, yo no soñaba en mi Santo Domingo, la isla más poblada del continente americano; desperté ese día en las Galápagos, lugar de tortugas gigantes nacido de la actividad volcánica submarina hace más de 300 millones de años, destino, que, francamente, jamás he visitado. Me suponía enamorado y alegre, tímidamente feliz mientras el mar ahogaba un último hálito de realidad; se trataba a todas luces de un placentero sueño. En él, la memoria era certera cuando me regalaba el olor y la mirada de una muchacha encantada que, tal como los españoles una vez bautizaron a las Galápagos –Archipiélago de las Islas Encantadas–, aparecía y desaparecía de la vista cubierta por la niebla y el océano. Es decir, soñaba, yo, con la realidad de la memoria de ella ausente, insalvable víctima de una cruel fantasía.     

Aclaro que está exento este texto de toda intención epistemológica sobre el paradisíaco archipiélago ecuatoriano, mas, cabe mencionar aquí algunas curiosidades en su historia: las Galápagos fueron “descubiertas” por azar en 1535 tras convertirse en el primer refugio de Tomás de Berlanga, obispo de Panamá, luego de que su barco zozobrara camino al Perú. Escondite de piratas y bucaneros y guarida de hambrientos pescadores de ballenas, aunque anexadas al Ecuador en 1832, estas islas fueron visitadas por europeos interesados en la fauna y en la búsqueda de fortuna o aventura. Richard Hawkins en 1593, Alexander Selkirk en 1708, Alessandro Malaspina en 1790, Charles Darwin en 1835 y más recientemente, la baronesa austríaca von Wagner de Bosquet. Esta última llegó a principios del siglo pasado escoltada por tres hombres a fin de construir un hotel de lujo; cuenta la leyenda que tal lugar nunca fue edificado y de ella se sabe que desapareció con uno de sus amantes.

Galápagos
Galápagos

¿Cuáles son entonces los atributos insulares que predisponen a la fantasía y qué características les conforman? Son éstas justamente las interrogantes enunciadas por Paolo Fava en el ensayo La isla en la literatura como espacio de la fantasía (www.papelenblanco.com). El autor enfatiza en estos diálogos que el aislamiento y en particular el mar, representan una imagen funeraria con expresión de temporalidad mutable, y sobre todo, que la semántica de la isla trae inscrita en ella la evanescencia: “Al estar en un medio móvil, indeterminado, no está obligada a tener una existencia real, a quedarse anclada o a permanecer a flote”, observa Fava. La isla se hace así referente imaginario del más allá del tiempo y del espacio, “una cronotopía desplazada” que le confiere carácter de microcosmos en miniatura, de lugar en el que todo está permitido; que puede estar ahí o no, a juicio de Fava.

Otros autores han abordado la temática de la insularidad y el mar como estructuras del imaginario y como entidades antropológicas: Isaac Asimov en Las islas de la tierra del libro De los números y su historia; Pablo Martín Cerone en Las islas misteriosas, y en particular Gilbert Durand, quien describe los que considera instrumentos facilitadores de la comprensión de las simbologías ofrecidas por las geografías en la obra Les Structures Anthropologiques de l’imaginaire.   

A mi modo de ver, es el cantautor Luis Eduardo Aute quien logra sublimar (¿o poetizar?) la Isla, cuando, ahogada por su limítrofe azul, ella se convierte en refugio, destino y a la vez escape:

(…) Como mar en fuga

entre río y nube

como mar en fuga

que desciende y sube

huyendo siempre de sí misma

pero siempre, pero siempre la misma mar en fuga.

Hablamos de la canción Mar en fuga, que junto a otras nueve conforma un álbum que convida a “que huyamos hacia el azul con rumbo a un atolón perdido en los mares del sur (…)”; un trabajo donde, acompañados por Robert Louis Stevenson, Daniel Defoe, Joseph Conrad y Julio Verne, somos simultáneamente Simbad o lobos de mar atesorando tierras perdidas entre barriles de viejo ron.

Yo, Ladón de cien cabezas y protector de remotos escondites, anuncio mi intención de cuidar de Una de las hespérides habitantes de aquella isla atlántica de incomparables jardines y manzanas prohibidas; esa tierra una vez fin del mundo y que hoy podría ser una de las Galápagos. Anticipo y asumo que Heracles y Atlas serán mis verdugos, tal como me advirtió la imaginación en aquél misterioso sueño.