Nunca pensé que la canción “Metro Balderas” tendría una variante parisina. (para escucharla https://www.youtube.com/watch?v=NZIDClZjtIA), que cuenta como la amada abandona a su pareja para mejor dedicarse al goce de las caricias alquiladas: “allí fue donde ella se metió al talón”, remata el rockero Alex Lora.

Pues bien, hace algunos años el desconsuelo de mi amigo -que por discreción nombraré Pablo- me obligó a escuchar los detalles de su separación de Claire (digámosle así), sí, ya lo adivinaron, todo sucedió en el metro de la capital de Francia, en la línea 9 que va del Pont de Sèvres a la Mairie de Montreuil.

Uno siempre desea, suplica o de plano exige ser escuchado y yo tuve que fingir un interés genuino por su historia, cuando en realidad prefería concentrarme en las chicas que pasaban frente a nuestros tarros de cerveza en el Café Sully. Borges, se lo dijo a su amigazo Bioy con una claridad insuperable: “no me gusta que la gente me haga confidencias, porque mientras me dicen cosas importantísimas pienso en otra cosa y tengo miedo que se den cuenta”. Yo hubiera preferido la angustia de verme descubierto al suplicio de aquel monólogo largo como la cola de un lagarto: “de seguro le hartó que siempre me esperaba para irnos juntos al trabajo. Nunca he tenido ‘Navigo’ (pase mensual de transporte, cuesta 70 euros) así que para ahorrarme boletitos, me le pegaba a su espalda y tramposamente burlaba el torniquete de la estación Billancourt”, me espetó de un tirón.

-No se cansaba de llamarme radin (tacaño en francés) -Pablo y las cervezas seguían- además el contacto con sus caderas me daba una sensación de superioridad como si yo fuera el hombre invisible. Me olvidé que el escuadrón de vigilantes del metro es tan numeroso como las milicias de la Légion etrangère. Una vez que ella andaba malhumorada –íbamos tarde, por mi culpa lo reconozco, dijo acariciando el tarro tibio- caí en los brazos del inspector como un Romeo en busca de su Julieta. Para colmo de males, le pedí a Claire su tarjeta para pagar la multa (además de ubicua esa policía es moderna: acepta el pago con plástico y te hace un gracioso descuento).

-Bébete la cheve que se va a calentar. Te acuerdas que Cortázar se maravilló con este mismo metro, -dije deseando que la conversación se fuera por otro rumbo-, según él, allá abajo la gente cambia, uno cruza mundos desconocidos, aunque en un tris estés de nuevo caminando por el Barrio Latino. Es más, Charlie Parker deja olvidado su saxofón en un asiento del ‘subte’. El Perseguidor es uno de los relatos insignia del Cronopio mayor, insistí con la pedantería del crítico literario.

-No me gustan sus cuentos y Rayuela ya envejeció- me cortó sin piedad.

En vano alegué el peso del choque cultural entre las parejas franco-latinas. Ellas acaban detestando la impuntualidad mexicana (si uno queda a las ocho, llega de perdido a la media) o la falsedad alegre del tipo “nos hablamos para salir” sabiendo que esa llamada nunca ocurrirá.

-No’mbre –volvió a recordar- también le encabronaba que durante el trayecto me la pasara viéndole las piernas a otras chicas, de por sí, ya sabes, aquí quedársele viendo a la gente es descortés, imagínate si uno como mexica caliente clava la mirada en muslos ajenos. (Mi amigo olvidaba que salvo en época de verano, las parisinas se ponen pantalón o a lo mucho, falda acompañada de medias de lana, lo cual destruía el encanto voyerista pero encendía la fantasía).

En pocas palabras Pablo se quedó sin su francesita sin saber bien a bien por qué. Quizás le resultaba más cómodo culpar al metro que a él mismo. Le hablé de lo azaroso del amor, intenté los lugares comunes: las cosas pasan por algo, no hay mal que por bien no valga, bla bla bla.

En tono bromista y con el alcohol como consejero, le pregunté si alguna vez había estado en el metro Hidalgo (en la ciudad de México), donde no podías verles las piernas a las mujeres, pero tocárselas sí; dado el amontonamiento excesivo de cuerpos. Ahora hay vagones que son usados exclusivamente por ‘féminas’; a las autoridades no se les ocurrió nada mejor para combatir el acoso de los manos largas, pero Pablo no me escuchaba, todo él seguía añorando a su Claire de Lune.

Al día siguiente con la resaca taladrándome la cabeza, ayudé a Pablo a transportar sus mínimas pertenencias hasta mi casa. Una mezcla de miedo y morbo por ver a Claire corría por mis venas, ya que me hubiera gustado saber si ella también, culpaba al sistema de transporte de su separación, por suerte ella había salido.

Los días subsecuentes fueron difíciles, pues Pablo me pidió “asilo” en lo que encontraba otro piso disponible y, el que yo compartía con mi novia, era diminuto como su paciencia (la de ella, claro está). Así que a la segunda semana Marie me asestó un ultimátum napoleónico: “o se va él o lo echo yo”. Está por firmar un nuevo contrato, -dije con voz casi inaudible- no vamos a dejar que se vaya a dormir al metro, intenté defenderlo. “Por qué no. El invierno ya pasó, no será el primero ni el último”, sentenció antes de azotar la puerta sin exclamar siquiera un mísero au revoir.