Tras un accidente esquiando seis años atrás, he tenido que aprender a vivir con limitaciones que sobrepasan mi edad. “Los dominicanos no esquían”, fue la broma que hizo mi hermano cuando llamé aquel día fatídico para informar a mi familia de la noticia. Lástima que no recibí el memo, respondo entre risas.
Después de tres invasivas operaciones, mi estado físico nunca volvió a ser el mismo, y en ocasiones mis extremidades inferiores se sienten como de ochenta. “Tienes una pierna enferma” me dijo el ortopeda hace apenas unos días. Los ojos se me llenan de lágrimas cuando escucho aquella cruda dosis de información que viene a legitimizar lo que de antemano ya sé. Pero una cosa es llamar al diablo y otra es verlo llegar, y así sin más, finalmente proceso que todo el esfuerzo y dinero invertido en un implante de condrocitos fue más o menos en vano. Por desgracia caí en un porcentaje de personas que no responden a la intervención.
Tantas cirugías han hecho mella en mi cuerpo, y a pesar de que me ejercito casi a diario para poder meramente caminar sin malestar, el trauma ha sido demasiado intenso y los músculos continúan muy débiles, dice el doctor, haciendo la recomendación de aumentar la terapia física.
Siempre fui muy activa y atlética, de modo que cuando incentivada a explorar esta nueva aventura de ir a esquiar en Montreal por primera -y última- vez, jamás se me ocurrió que pagaría un precio tan alto de por vida. A decir verdad, mis primeras horas en el Bunny Slope se me dieron estupendamente, aunque tal vez el instructor debió advertirme que estaría muy cansada para ir a una montaña en Mont-Tremblant el mismo día. Unas horas más tarde, en un terreno sumamente inclinado, tomé velocidad y notando que no tenía fuerza, control, ni técnica alguna, mi instinto de supervivencia me forzó a tirarme al suelo y allí quedé paralizada hasta que me bajaron en camilla al hospital.
Esa misma noche, cuando me enviaron en muletas de vuelta al hotel, vi en shock la noticia de que el campeón alemán de automovilismo, Michael Shumacher, ávido esquiador, se había golpeado la cabeza en los Alpes Franceses, quedando en estado crítico y sabiéndose muy poco de su condición hasta la fecha. Fue escuchando sobre su desgracia que reconocí lo afortunada que había sido en comparación.
Mientras el ortopeda me escribe una prescripción para una nueva sesión de rayos X, le pregunto si no podría revisar los que me hicieron apenas en julio, pero responde convencido que necesita ver la situación actual de la rodilla para determinar cómo proceder y qué rutina de ejercicios indicar. Aunque frustrada, mi lado cínico siente cierta validación, pensando en los bien intencionados pero fallidos consejos que enfatizaban que para poder sanar debía mantenerme optimista. El asunto de los dolores es que nadie los ve, se padecen, haciendo el proceso algo solitario. Me pregunto si hay quienes se culpabilizan por ello.
Esto me hace pensar en Frida Kahlo. Hermosa, introspectiva Frida. Frida la sufrida.
A temprana edad, creyéndome más madura de la cuenta me molestaba que después de que Diego la engañara hasta con su hermana, no lo hubiera dejado de una buena vez, siendo el símbolo de mujer fuerte y feminista que se le consideraba, título que ahora interpreto más bien le fue asignado, y no con el que ella necesariamente se identificara. Al fin y al cabo, es imposible etiquetar a Frida. Incluso cuando Bretón la invitó a Francia, considerándola surrealista, su respuesta fue que ella no pintaba sueños, sino su propia realidad.
Con el tiempo y las vivencias comencé a entenderla mejor. Claramente, la relación con su marido no era solo un asunto de amor y colaboración, sino además de dependencia física y emocional.
Y cuando eventualmente tuve la oportunidad de ir a México -un país que me dejó fascinada y con muchas ganas de volver- visitar la Casa Azul fue una experiencia transformadora y espiritual que me hizo sentir una especie de comunión con la gran artista y sus pesares, que a raíz de la poliomielitis en su infancia y su terrible accidente en la adolescencia, tuvo una existencia marcada por dolor.
Esa mañana en que visité la icónica residencia en Coyoacán, mis piernas cansadas apenas podían desplazarse a través de sus pasillos, profundizando mi conexión. Me tomaba mucho tiempo contemplando cada pieza, en especial aquellas que hacían referencia a su estado vulnerable. Los corsés ortopédicos, sus vívidos y frágiles autorretratos, y hasta el caballete y el espejo que le habían mandado a instalar sus padres sobre la cama para que postrada en ella pudiese pintar.
A Frida la admiro por la emoción que irradia su trabajo, por su historial y su activismo político, por su belleza fuera de los cánones establecidos, y por su universalidad. Fue así como estando en su hábitat de origen, que desprendía su esencia en cada esquina, sentí un enlace visceral. Viéndose sometida a 32 operaciones quirúrgicas, aprendió a usar las debilidades físicas y el dolor como mensajeros y a convertirlos en fortalezas. Pienso y me identifico con su famosa frase “pies, ¿para qué los quiero si tengo alas para volar?”, escrito cuando fue operada por última vez y le dijeron que no volvería a caminar.
De repente, la quiero más.