Era la hora perfecta para meterme en la cocina sin permiso. Sábado en la noche y todos están entretenidos viendo una película de misterio de Boris Karloff en la televisión.
—¿Qué usted hace ahí? Gritó Fresa por detrás de mi espalda que tembló del susto.
La compra se hacía al recibirse los salarios de mi papá y mi mamá, era una de nuestras salidas favoritas. Íbamos los cuatro hermanos al Supermercado Dominicano de la avenida Máximo Gómez cada fin de mes, en el carrito Hino Contessa, rememoraba mientras esperaba el pedido.
Agarré mi Cool Aid para el recreo y mi mamá lo devolvió a la góndola.
—No hay colegio y hay que comprar pan de frutas y lerenes a la marchanta allá afuera, dijo con su lista en la mano.
Casi hago una rabieta, pero desde los altoparlantes del Dominicano llegó el recordatorio:
Como es Dios el niño le regalo incienso
Perfume con alas que sube hasta el cielo
Oh, brillante estrella que anuncias la aurora
No nos falte nunca tu luz bienhechora
Gloria en las alturas al Hijo de Dios
Gloria en las alturas y en la tierra amo.
Había que portarse bien. El Niño Jesús iba a dejar solo a los no hicieron nada malo ese año. Aunque aclaré en una nota que dicté porque no sabía escribir, que lo que quería era una muñeco Gugú que habla y canta y no esas cosas que los reyes le llevaron al niño. Lo vi en La Margarita, Gugú y Chabela, los muñecos que hablan y cantan como el Santa Claus de la tienda. A la salida, el momento cumbre del paseo: Ir del lado del almacén del súper a sustituir las botellas de vidrio vacías por llenas en el huacal de madera de refrescos.
Me dieron un turno para esperar mi pedido. Había dos despachos, uno para los motoristas de los servicios de plataforma de comida a domicilio y otro para el resto de los clientes. Mi fila era más corta, pero los pedidos eran más grandes. Varias señoras esperábamos. Me senté y el aroma que salía de los hornos del negocio me mantuvo recordando esa otra Nochebuena.
Subimos todo al Hino, que venía pesado. Fue el vehículo que obligó a mi madre a aprender a manejar cuando le asignaron el Saab color caqui en el trabajo a mi papá. Al Hino, un pequeño sedan rojo que ya tenía unos años, había que arroparlo de noche para que encendiera por las mañanas cuando nos llevaban al colegio. El sereno afectaba su deteriorada ignición, decían los adultos. Yo entendía que al Hino le daba frío y ganas de dormir hasta más tarde como a mi. Con la compra del mes en su baúl, había que rogar que el Hino y mi mamá, pasando sus cambios, pudieran desafiar la cuesta de nuestra calle La Cantera.
Fresa era la persona encargada de cocinar y cuidar la casa, no a nosotros. A nosotros nos cuidaba Ángela que era mi ángel guardián y a la que le gustaba ponernos a ver las películas de misterio Karloff, a Jack Veneno y oir las canciones de moda por radio Guarachita. Hasta el sol de hoy la persona más alegre y dulce que he conocido. Siempre además, retándonos a ser valientes.
Fresa llevaba las uñas largas pitadas con el escarlata de Miss Marion. Tenía ojos caramelo, alargados, pómulos salientes y hacía cuentos de las serpientes de su campo en San Juan. Hablaba resbalando la “s”. Fruta fina le decía Ángela en broma y Fresa sonreía orgullosa mostrando su diente de oro. Mi mamá le daba un dinerito extra para pintarle sus manos y pies.
Continuaba así la visión que se ampliaba a su antojo, mientras seguía a la espera de mi pedido. Más deliveries llegaban al local. Para saborear mejor el recuerdo, pedí a la dependiente que me diera dos unidades para comer allí. Con el bocado aquella otra noche prenavideña se amplio como una pantalla de cinemascope.
Cada sábado, mi mamá y mi papá salían a bailar al Chantilly. Pasaba yo por la etapa en que los chiquitos lloramos cuando la mamá sale de casa. Ella y yo formábamos una escena que se repetía cada sábado: Mi mamá, muy linda, con sus peinados altos, sus vestidos de colores brillantes de simples líneas geométricas, acorde con el estilismo de los finales de los sesenta; y yo, como una Magdalena, en pijamas, a la que ella no se molestaba en mirar, persiguiéndola hasta la puerta.
Mi mamá tenía informantes. No había vuelto a pensar cómo volvía llorar y dejar de llorar yo como una actriz de teatro semanalmente. Ella sabía que, desde que el Saab doblara la esquina y desapareciera, me secaba las lágrimas y me unía al juego nocturno y sin padres de preferencia: El Cuco luego de ver la película de misterio de Boris Karloff en Radio Televisión Dominicana de esa semana. Ángela se moría de la risa con los brincos de terror que pegábamos frente al aparato de tubos y largas antenas, que había que golpear para ver mejor la imagen siniestra de esa serie de películas de suspenso.
Le tenía miedo a Fresa. Con el waterphone de música de las producciones de Karloff, llegué a temer que se convirtiera en una culebra sanjuanera y me devorara luego de un largo silbido letras “s” por andar comiendo sin permiso en la cocina.
—´Pérate Fresa, que me queda un esquimalito verde.
Cuando la funda con diez esquimalitos venía del súper los sábados, se hacía una distribución entre los cuatro hermanos. A cada uno le tocaban dos y cada semana se decidía a quien le tocaban los dos extras, luego de repartir los ocho principales a la garata con puño. Nadie quería los de anís y todos preferían los rojos. Mientras los tres hermanos grandes se daban empujones por los rojos, yo agarraba al menos un verde. La saga de los esquimalitos no terminaba allí. El siguiente y último desafío era esconderlos en la Nedoca, sigla para Neveras Dominicanas, C. por A. Una vez, Fresa encontró un esquimalito escondido dentro de un pollo todavía enfundado. Alguien sacó las patas para caldo que venían adentro para esconder un esquimalito rojo de los robos constantes entre hermanos y se le olvidó sacarlo. Cuando abrí el compartimiento para la mantequilla, mi esquimalito verde no estaba. Todos sabían que ese era mi escondite favorito.
—Me lo robaron Fresa.
—¡Mire ombe! ¡Salga ahora mismo de la cocina!
Decidí que mejor me comía todos mis esquimalitos de un tiro el mismo sábado en la tarde en que llegaban del Dominicano, viendo Los Paracaidistas, Los Comandos de Garrison, Los Vengadores y Lucha Libre en Acción de Jack Veneno, programación sabatina. A la hora de Karloff difícilmente me quebaba uno por ahí escondido. Más chicos de Uber eats, PedidosYa y Hugo, iban y venían, mientras yo espero mi pedido y dejaba que desfilaran estos remembranzas.
La Nedoca enfrió mientras pudo, su puerta dejó de cerrar bien. Íbamos a refrescarnos el sudor del juego, abriéndola y cerrándola con golpes duros y secos. Con noches de mosquitero y los abanicos Toshiba (lo mejor) el soplo helado de la Nedoca era preciado.
—Circulen, circulen. La cocina no es lugar para muchachos.
Más tolerados eran los gatos que nosotros allí. Cuando nos mudamos a esa casa la cocina tenía dos puertas, una de acceso al comedor y otra al área de lavado, atajo que con el tiempo fue cerrado. Se cansaron de vernos correr, pensé entonces. Condenaron la puerta para darle más espacio a la cocina, me aclaré a mi misma al rememorar.
El desayuno y la cena se nos servía en una mesa de formica prensada con sillas de forradas de un plástico resistente ubicada en el área de lavado y adquirida en la Curacao Trading Co. a módico precio.
—Coman ahí en lo que aprenden costumbres.
No sabía qué eran las costumbres, pero decían que cuando comíamos arepitas o cativías, no las teníamos. Nos gustaba el área de lavado. Allí abríamos los juegos de mesa, el Capitolio (Monopolio dominicano) con paradas en la calle El Conde, la avenida Mella o en la barata Arzobispo Portes, que era una ganga; el parché chino, un perfecto para analfabetos como yo todavía; y, el Parché Deportivo Nacional del Licey, Escogido, Águilas y Estrellas. Hasta que me gradué de “Ya sé leer”, Ángela me brindaba asesoría financiera y me leía la Casualidad y Arca Comunal, para que los otros tres no me ganaran tan rápido.
Luego la movíamos para dar patadas voladoras de karate como Kato (Bruce Lee) el del Avispón Verde, y la volvíamos usar para teñir viejas franelas con trapos para formar círculos y vestirnos hippies como Peter, Mickey, Mike y David, los Monkeeys. Era bueno estar cerca de la cocina De ahí salían vasos de Fresca Avena de Quaker o galleticas Familiar y Guarina.
Los gatos nacieron detrás de la Nedoca. La gata paridora no nos quería cerca, literalmente, molestando el parto con el verbo que no tenía permiso para decir, pero los adultos sí. La noche que parió la de tres colores, nos subimos arriba de la nevera para ver, por primera vez, la llegada al mundo de un ser vivo.
—El niño de Jesús, nos contaban, llegó por obra y gracia … se me dijo cuando hice preguntas incómodas acerca de la escena de pesebre.
Fresa y ellos se entendían. Los gatos comieron víseras de pavo que ella les daba. No les dio pena. Estaba amarrado desde septiembre a la mata de lechosa sembrada por mi papá en el patio, y Fresa lo degolló dándole giros por la nuca. Aprendí con espanto ese verbo esa Navidad. Solo comí pastelitos y gomitas por varias Nochebuenas.
Pasó tiempo antes de que dejara de tenerle miedo a Fresa y comiera pavo. La quisimos mucho, y visitó por años la casa después de dejar trabajar allá, para hacerle la manicure y el pedicure a mi mamá. Mucho me gustaría saber qué fue de ella.
Sin embargo, ese día, antes de Nochebuena, le temí cuando me sorprendió en la cocina. Al acercarse la cena navideña nos dejaron ayudar, ya que andábamos sin oficio escolar. En la mesa de formica, pelamos papas y limpiamos arroz. A mis hermanas las dejaron operar la moledora de carne. Probé un clavo dulce para el jamón glaseado. No entendía bien porqué los grandes comían esas cosas amargas en Navidad. Solo quería comer muchos pastelitos y algunas gomitas, pero esas últimas las ponían en un plato de cristal entre los adultos y era complicado cruzar mucho por ahí, sin que me dieran una cortada de ojo por andar comiendo demás.
La familia completa visitó nuestra casa. En la calle nos reunimos muchos primos. Prendimos patas de gallina y velas romanas, y esperábamos la visita del Niñito Jesús.
—No te va a dejar nada, amenazaba Fresa al acecho, —has comido demasiados pastelitos.
Cierto. Me dolía la barriga de comer tantos pastelitos y gomitas.
Esa visión espectacular archivada en mi memoria regresó mientras comía Pastelitos Amparo hace unos días en su local tradicional. Esperaba su pedido allí, en el local del negocio de más cincuenta años ubicado en el Barrio de los Maestros, que vi construir en mi infancia a pocos metros de mi vieja casa. No había regresado desde que volví de México, tenía años sin probarlos y quedé sorprendida con el volumen de pedidos que actualmente manejan.
Mordí unos pastelitos y ese pensamiento de niña me retornó a las primeras Nochebuenas que recuerda mi conciencia.
Saludé a la nieta y al hijo de la señora Amparo, a quien conocí primero despachando y luego, en su mecedora, supervisando a sus parientes. El menú ha sido ampliado para atender la variedad de gustos. Pocos negocios en nuestro país tienen setenta años y están asociados a la mesa dominicana desde nuestro paladar.
—Al Niñito Jesús no le dará tiempo de computarme este pastelito, ya viene de camino, fue el primero de esos pensamientos de niña que recordé al morder uno de queso en el local.
La brisa fresca del diciembre caribeño, debajo del mismo árbol frente al local del negocio, me llevó a otro lado del tiempo. Eso fue lo que calculé esa noche antes de que la sigilosa Fresa, como una de las novias malévolas de Karloff, me atrapara. Engañé a Fresa diciéndole que iba a buscar un esquimalito, cuando en realidad iba a robarme un pastelito de la caja de Pastelitos Amparo a la cocina.
Como los gatos de la vieja cocina de mi mamá, volveré a sentarme junto a los motoristas de las plataformas de comida a domicilio, en el local de Pastelitos Amparo para esperar mi visión de dientes de leche