Veo a Freddy y siento millones de abrazos: los que él ha dado, los que conserva en ese espacio, los muchos que ya no se darán pero que siento están ahí, en medio de esos brazos medio-osos que tiene.

Estoy cayendo por esos predios ginebrinos desde los 70, cuando aún en pantaloncitos cortos me arrimaba a la casa como alguien que no tenía que lanzar ningún abrakadabra. En aquellas paredes, que aún conservan esos friitos tan refrescantes, también me topé cariños que duran, a pesar de la ausencia. Está Sonia Margarita Silvestre en 1975, los tres Luises en un concierto inolvidable de 1977, el inmenso artista Frank Almánzar con su exposición de 1978, justo en aquellos días finales del balaguerato. Están Vitico y la esperanza de que la Revolución arranque desde Pedro Brand, al menos, ¡carajo! También Claudio Cohen con sus “panties delicados”, “y tú muchacha con tu cara sucia de hacer el amor”. Está muchísima gente entrando y saliendo, porque eso es la Casa. Y Freddy es una Casa y muchísimas casas, y no sólo eso: verlo es ampararse en un techo del amor, de la felicidad, de un monacato que sólo exige ocho palabras de alegría y que la suerte te acompañe, oh terrícola.

Los abrazos de Freddy son peligrosos. Han batido las leyes de la dialéctica marxiana, esa que predice que todo lo sólido se desvanece en el aire. ¡Ojo, compañeros martha-harneckerianos, Freddy es un problema!

Freddy Ginebra, fotografiado por Miguel D. Mena

También la alegría ginebrina ha batido cientos de otras teorías. Sobra hablar de ellas. Tampoco hay que exagerar, oh Pequeño Adams. Nunca han perdido la calidez, aunque sí tendrán que administrarse, protegerse con ropa de astronautas, para la tranquilidad de todos. Cosas de la vida, se dirá.

Un aspecto de lo que contienen esos espacios suyos es la capacidad de atesorar ausencias. Hay muchas ausencias en los abrazos de Freddy Ginebra. Durante años me acostumbré a dilucidar algunas de sus ventajas y desventajas con mi hermano Tony Capellán. A veces se producían fatales descuidos. Los dos sucumbíamos. Pasando por la Meriño y o asomándonos al Conde. No había manera de zafarse. Freddy nos salía o saltaba. A veces pensábamos que había como ocho Freddy dispuestos a capturarnos en la Zona. Freddy estaba ahí como el túnel de El túnel del tiempo, de manera que corríamos y podíamos aterrizar hasta en las mismísimas batallas de las Termópilas con su socarronería al fondo, como gritándonos que nunca nos escaparemos de él.

Y no sólo con Tony. Con Chiqui me ha pasado lo mismo. Hemos discutido más sobre los abrazos de Freddy que sobre el futuro de las estrellas Saturno o de la Poesía en Azua. Incluso, ya diseñamos una estrategia: andar lo más posible juntos, y si Fidelio anda por ahí, muchísimo mejor, porque los abrazos de Freddy serán mejores cuando tienes que hacer tu fila y esperar pacientemente, consciente siempre de que la frase que te tocará será única, preparada en el acto, con más esmero que un cocinero con ocho estrellas Michelín.

En estos momentos de pandemias y dos metros a la distancia, no sé cómo se hará Freddy, cómo nos haremos todos los que lo queremos, cómo podremos seguir reclamando esos abrazos que tanta paz dan. El otro día lo llamé para sugerirle que se asilara con Miri en el Museo de la Resistencia -porque el Museo del Hombre lo estaban reparando. Y ni recuerdo lo que me contestó. Pero no importa. Por ahora pienso en los abrazos de Freddy. Si lo ven por ahí díganle que me guarde el mío, ¡pero que sea especial, como siempre!