Francisco Muñoz del Monte (1800-1868) fue un dominicano que emigró a Cuba y allí se formó e hizo vida intelectual con notable éxito. Es un ejemplo claro de que estas islas del Caribe español han estado interconectadas culturalmente desde siempre. Así como él hay muchos otros dominicanos, cubanos y puertorriqueños que hicieron vida entre uno y otro territorio.
La primera vez que escuché su nombre fue en torno a la idea de América Latina y la cuestión de las razas. Este dominico-cubano escribe en 1857 un extenso ensayo sobre América y Europa en el que expone sus ideas del continente como una extensión del mundo europeo a través de los procesos de conquista y colonización del Nuevo Mundo. Como hijo de la época hay en este autor un pensamiento racial construido a partir del paradigma de civilización y barbarie; clave interpretativa para abordar y diferenciar “el espíritu de los pueblos” durante el siglo XIX. Como muchos otros pensadores latinoamericanos y dominicanos, la cultura europea fue el modelo de civilización a seguir para las jóvenes repúblicas que recién iniciaban su independencia. Esta idea de primacía civilizatoria europea se convirtió simultáneamente en una valoración excesiva de lo blanco y, su otra cara, en una desvalorización de la negritud y el mestizaje en América.
Muñoz del Monte continuó el mismo tratamiento realizado en los autores de la época sobre la cuestión racial en donde se manejó bajo el dualismo civilización (blanco europeo) y barbarie (lo no europeo). Este dualismo trajo como consecuencia que el mestizaje, y su réplica caribeña el mulataje, fuera visto de forma negativa; como una degeneración racial y moral de los pueblos. Pero aquí ocurre algo interesante, las cosas cambian cuando se trata de la “mulata”.
Probablemente haya publicado hacia 1845 un extenso poema titulado “La Mulata” que claramente se inscribe dentro del mito sexual que se creó alrededor del cuerpo de la hembra. He aquí las tres primeras estrofas:
¡Mulata! ¿Será tu nombre
injuria, oprobio o refrán?
¡No sé! Solo sé que al hombre
tu nombre es un talismán.
Tu nombre es tu vanagloria
en vez de ser tu baldón;
que ser mulata es tu gloria,
ser mulata es tu blasón.
Ser mulata es ser candela,
ser mulata es imitar
en el mirar la gacela,
la leona en el amar.
La palabra “baldón” significa un insulto o una afrenta y “blasón” es una insignia. Lo que supone el autor que debe ser motivo de insulto (el color de la piel en el caso del negro) en la mulata constituye una marca de su linaje (blasón) distintivo. La gloria de la mulata está en “ser candela” y en poseer el doble atributo de ser presa (gacela) inocente, pero sexualmente salvaje (leona).
Y así continúa el autor realzando la imagen de mujer fatal y pecaminosa de la mulata hasta mostrar, en unos versos finales, el erotismo salvaje sobre el hombre blanco, su presa definitiva. Sería interesante comparar este poema con el poema Yelidá de Tomás Hernández Franco, a mi juicio, su continuidad en la poesía negroide dominicana. Esta comparación permitiría quitarle a Yelidá la primacía de poema del mulataje antillano.
Al inicio mencioné un ensayo de Muñoz del Monte en el que expone la posición de las razas de América respecto a Europa. En lo que atañe a la raza negra dice que es “simple fuerza muscular para los trabajos mecánicos” y que “su probable destino es desaparecer de las Américas por la repugnancia que su color inspira, por los temores que su multiplicación despierta, por la incompatibilidad radical que entre ella y la raza blanca establecen concordemente la naturaleza y la opinión”.
Una cosa es con lima y otra con limones y así una constante en muchos intelectuales “criollos” tanto del continente como de las islas caribeñas. La cuestión racial va emparejada, en el discurso colonial, con la cuestión de género al menos en lo que respecta a nuestra cultura. Por tal razón es que ser mujer, negra y pobre en el caribe antillano y, con certeza, en otros lugares crea barreras y genera prejuicios paralizantes.
Las ideas y los discursos no mueren, solo se transforman y se acomodan a los nuevos tiempos.