Camina por las calles  de la ciudad cual perro sin dirección y sin dueño. Avanza hacia el lugar habitual de su reposo. No recuerda su nombre ni le importa. Se abraza a las frías calideces del entorno, pero sólo lo cubre el manto brutal del desamparo. ¿Quién era? Tal vez Eva violada sobre el pavimento, o Adán arrojado al infierno real, o ambos en la comunión de un cuerpo. (Dios hizo al hombre, varón y hembra lo creó, a imagen y semejanza suya lo creó). Quizás era el tercero, el hijo extraviado de la dualidad.

Mientras avanza lo recuerda. Recuerda las negras serpientes abrazándolo en las profundidades del río del sueño. Recuerda la desgarradora caricia del filo contra la odiada carne y el persistente gotear de la sangre sobre la hojarasca, y el hermoso látigo derramado a sus pies, y la temeraria erguidez del animal, pronto vencido por la elocuencia del arma y los dientes del perro. Recuerda el doloroso crepitar de la masa que se fingía muerta. Recuerda las enormes serpientes de piedra custodiando el pórtico de la arquitectura del crimen, y al pródigo y pacífico Dios vencido por la deidad de la sangre, por el degustador de los corazones jóvenes. Recuerda a la mujer y su río de infierno y dicha. Recuerda sus incursiones salobres, los fieros dragones de Marco Polo, las inmensas serpientes de los mares de Simbad, las serpientes narradoras del libro de Las Mil y Una Maravillas, la serpiente razonadora que extravió el paraíso judío y te develó el castigo de la ciencia.

Recuerda sus banquetes ofídicos, sus negros rituales, su tratado vindicativo, sus devociones mesiánicas, su cuerpo lastimado por la contrición y su mea culpa, y su inmersión en el recinto del sueño. ¿Quién era? Lo ignoraba. Arribó al lugar habitual de su descanso y no tardó en dormirse, liviano como el último inocente.

*

Despertó, torturado por la absurda y repetitiva visión del ave que se alejaba con su engendro entre sus garras. Miró de nuevo su rostro descompuesto en el espejo, y acicaló su faz abatida por aquellas inexplicables transmigraciones, cual viajero agotado sus múltiples andanzas por región del sueño. Volvió a mirar al otro [al del espejo], al que había quedado inmerso en la viscosa telaraña del sueño. Se incorporó de su cama [litera  de penitente] y salió al exterior de su casa [receptáculo del sueño]. Después de una lenta y meticulosa preparación y de la lectura de algunas páginas de su voluminoso Tratado de Serpentología, se marchó hacia el banco comercial de la ciudad. Cuando llegó ejerció la misma ilusoria operación de siempre, y preguntó por el valor de sus certificados alucinantes. Como de costumbre, se lo preguntó a la muchacha que se movía con exquisita armonía mecánica. Ella avanzó hacia él, cascabeleante como un crótalo. La joven lo hechizaba hasta hacerlo perder el equilibrio de su sinrazón y lo embriagaba con el vino de su olor boscoso y con la danza de sus movimientos. Como siempre, deseó probar la manzana jugosa, crecida en aquel árbol de carne, en aquellos miembros de suave dureza. Decidió no depositar ni retirar, ni inquirir sobre el valor de sus depósitos. Sólo se interesó en ella, y de inmediato preguntó su nombre y dirección. Ella le dijo que se llamaba Eva y que esa noche, cuando la visitara, le daría su dirección. El asombro le impidió articular palabras. Le entró un sudor frío como de vampiro a punto de ser apuñalado por la luz, cuando ella le repitió que esa noche lo visitaría. Salió aturdido por la inesperada noticia, y temiendo que todos en el banco escucharan los latidos de su corazón que parecían el aleteo desesperado de un pájaro luchando por abandonar la jaula de su pecho. Y como siempre, se dirigió de nuevo hacia su casa, con aquel animal devorándole el corazón.