I – LA ESPERA

Nada sencillo de esta vida le fue jamás ajeno a Don Mariano; ni el gorjeo de las palomas que visitaban su ventana ni el lastimoso ladrido de los canes que, abandonados a su suerte, callejeaban el barrio sin destino cierto. ¡Qué triste y amarga se le antojó siempre tanta desidia en el ser humano! Nada le era extraño. Jamás pudo ser indiferente a la sonrisa de un vecino, a las palabras amables ni al brotar rotundo de cada primavera que de modo inevitable le llenaba el alma y los días de júbilo. No le eran indiferentes los niños, que más volaban que corrían para abrazarse a sus piernas, esperando que sacara del bolsillo, con su habitual parsimonia, un puñado de esos deliciosos caramelos de limón y canela que endulzaban su existencia y la de todos cuantos con él se topaban por esos mundos de dios.

Era Don Mariano de naturaleza tranquila y faz serena. De pelo ralo y siempre tocado con un sombrero de fieltro ya algo ajado, nada que pudiera acontecer parecía tener el poder, ni las ganas siquiera, de arrebatarle a su semblante esa aureola de bondad que le venía acompañando desde la más tierna infancia. El anciano poseía, a sus noventa y cinco años, una mirada clara y unos ojos que bien parecieran siempre a punto de parpadear de puro asombro. Es cierto que hubo en su vida desde antaño ese tipo de personas, de imaginación más bien escasa, que tendían a pensar que estaban ante un bobalicón. Nada más lejos de la realidad. Mariano, sin ser un hombre docto, estaba dotado de una sutil lucidez de la que disfrutaban cuantos de verdad le conocían. Hombre cabal y cuajado de fino humor, de ese que  solo tiene la gente de bien, había ejercido desde muy joven la docencia aunque hacía muchos años que había tenido que dejar la profesión. La jubilación le pilló casi por sorpresa y solo a regañadientes lograron sacarle de las aulas. No tuvo nunca suerte en el amor y su madre, Doña Virtudes, mujer de sólida moral y escaso sentido del gusto, procuró alejar de su retoño a cuanta pérfida mujer se acercó con aviesas intenciones y con el único propósito de  arrebatárselo, al menos según su propio criterio, Y Mariano, desde el principio de sus días, se dejó hacer.

Lo cierto es que adoraba a su madre y solo tuvo querencia y voluntad para darle gusto en todo. Sin duda cumplió y con creces las expectativas maternas. Con respecto a las que pudiera albergar el cabeza de familia se sabe poco, pues el hombre tuvo a bien dejar este mundo a los pocos meses de engendrarlo. Ni tiempo le dio a la joven viuda de llegar a hartarse del hecho de ser hembra bien casada, aunque en su fuero interno, y aunque solo se atreviera a confesárselo a si misma, siempre prefirió no enterarse. Doña Virtudes solo guardo fidelidad al único hombre de su vida, su hijo. Y así las cosas él poco pudo hacer ni le dio jamás la gana de intentarlo.

Ahora, cavilaba Don Mariano  de tanto en tanto sobre la soledad y penaba lo justo para no culpar de nada a su santísima madre. Atenerse a sus deseos fue para él lo natural y no tenía por qué andarse, a estas alturas de la vida, con niñerías ni absurdos, se decía a sí mismo. Sin embargo en los últimos tiempos y no sabía la razón, le estaba empezando a parecer que la vida había  huido de sus manos sin mirarla de frente, sin rozarla siquiera. Se le fue consumiendo, ignorante de ello, sin conocer mujer que le quisiera de esa forma que, ahora meditaba para sus adentros, habría de ser muy distinta. Se le agotó el tiempo sin tocar piel, sin robar un solo beso de otros labios, sin nadie que le acelerara el pulso y la existencia. Y así comenzó a odiar aquella maldita espera, ese tiempo yermo de una cuenta atrás cada día más próxima.

II – MUTIS

No se puede decir de Remedios que fuera  mujer anclada en el pasado. Jamás se molestó en evocar recuerdos de una infancia que le era muy lejana, ni añoró a la joven que fuera años atrás. No había dedicado, o al menos así lo sentía, ni un segundo de su vida a buscar en su memoria los besos compartidos a escondidas en labios de Juan, su único amor, aquel que partió a destiempo en una mala tarde de domingo. Ella se supo desde siempre poco familiar, un tanto salvaje, poco dada a festejos y reuniones sociales. Le reconfortaba el silencio, los gestos comedidos y la escasez de palabras. No gustaba de chismes ni de personas redichas y a sus noventa y tres años había perdido buena parte, de su ya escasa paciencia ante los idiotas que poblaban el planeta. A estas alturas de su vida se permitía la licencia de no mentir y replicaba con profunda ironía en la mirada cualquier estupidez captada al vuelo. Su oído seguía siendo agudo y fino para su constante irritación. Le ofendía profundamente la chabacanería y la falta de amabilidad en un universo que no comprendía. Tal vez siempre esperó uno distinto pero ya había asumido que nunca habría de verlo. Así pues, con mirada de insolente desdén, se burlaba de un mundo que nunca estuvo hecho a su medida y cada noche, delante del enorme espejo de su armario, ensayaba una rotunda genuflexión y un guiño burlón de despedida. Ya sólo esperaba que la vida bajará el telón y le permitiera realizar un elegante y silencioso mutis.

III – SERENDIPITY

Hay en ocasiones un momento prodigioso en el que parecen confluir todos los elementos capaces de generar una suerte de hechizo; un hallazgo casual y afortunado que puede cambiar nuestra vida, sea por breves instantes o quizás por el resto de los días. La palabra inglesa que describe esa feliz conjunción es serendipity y desde que la descubrí, hace ya unos cuantos años, me acompaña siempre invocando no pocos sortilegios a mi lado. Les confieso que la adoro.

Les había visto, como al descuido y de tanto en tanto, en distintos lugares de esta ciudad inmensa y aterradora -por distante- que habitamos. No les conocía demasiado ni había cruzado con cada uno de ellos más de cuatro o cinco  palabras, sin embargo a veces eso es suficiente. Ambos y por razones distintas, eran de los que llegan a una vida como la mía para quedarse. Nada había en uno y otro que de antemano me permitiera augurar la posibilidad de un encuentro cómplice.  Él dulce y tierno. Ella de carácter arisco e indomable. Solo les unían nueve décadas ya vividas y latiendo a sus espaldas y una feroz defensa de la propia intimidad. Pero me es lícito admitir, y encantada por supuesto de poder hacerlo, que aun a pesar de mi poca fe la magia obró su efecto.

Fue una tarde cualquiera. Coincidimos de modo absolutamente fortuito en el interior de una cafetería. Hacía un día frío, casi huraño y para colmo había comenzado a caer una llovizna incómoda y pertinaz, ese tipo de lluvia que acaba por calarte hasta los huesos. Ellos dos ignorándose, como perfectos desconocidos que eran, estaban sentados frente a frente en sendas mesas. Mi cabeza dio un salto en el aire y una idea, tan gozosa como impremeditada apareció de pronto. Pensé, en aquel preciso instante, que deberían conocerse y sin más preámbulo les invité a compartir mesa los tres juntos. Charlamos amigablemente. Compartimos  recuerdos. Hice muchas preguntas, me devolvieron -como en partido de tenis- muchas más. Los dos poseían un buen juego de muñeca. Reímos, a veces como locos, hasta caernos lagrimones de la risa  y otras, muy poquitas, permitimos que la melancolía se asentara en nuestra plaza hasta pellizcarnos con ternura las mejillas. Yo les miraba y sentía que el hallazgo afortunado estaba sucediendo ante mí. Me sentí feliz por sus ojos francos, por ese brillo que antes nunca había observado en los mismos. Ahora les veo, muy de vez en cuando, caminando tranquilamente por la calle, con los hombros muy juntos, avanzando resueltos uno al lado del otro. Don Mariano y Remedios ¿Quién hubiera creído posible, o imaginado siquiera, la fortuna de tender la mano en la postrer hora y hallar otra mano compañera?