El hombre, chapoteando en un pantano de mayor confusión, estrelló el control remoto contra la pantalla del televisor. El cristal del aparato se quebró en múltiples fragmentos. De inmediato lo invadió la pena de que en lo adelante no podría contar con aquel compañero de su irremediable soledad.

El resto de la noche lo pasó sin dormir y con el pecho devorado por un racimo de víboras, alimentado de odio y amor. Desde que asomó la flor de la mañana abandonó su cubil. Sin asearse ni reparar en sus ropas raídas, salió y abordó el autobús de siempre, con su misma provisión de fantasmas. Esta vez ni siquiera le permitieron entrar al lugar de trabajo de la joven. Además de golpearlo con mayor violencia que antes, lo amenazaron con la cárcel.

Casi todos los vecinos hablaban de sacarlo a patadas y lanzarlo a la calle, como si aquella casa, la casa del sueño y el delirio necesarios, no fuera suya

El círculo vicioso se iba cerrando, aprisionándolo como los anillos de una boa. En el transcurso de varias semanas apenas se alimentó lo imprescindible para no morirse. Durante todo ese tiempo, varias veces lo golpearon y encarcelaron por sus intentos de verla. Todo en vano. A duras penas se podía abrir paso entre los animales muertos que se multiplicaban como una peste indetenible. La última vez que la vio desde lejos, observó el abultamiento de su vientre. Entonces pensó que la había perdido sin remedio, que la despiadada se entregaba a otro que probablemente la disfrutaba a plenitud, sin sobresaltos, y con el especial privilegio de la espera de un hijo, el hijo que él probablemente nunca tendría. Su bella joven ejecutiva y cibernética ahora llevaba un niño en su vientre. Lloró con rabia muda, con el desconsuelo de saber que nadie se compadecería de él, que no habría quien lo acompañara en su exilio de pena.

De pronto sus celos, su ira y su dolor cesaron. Sintió un súbito impulso de esperanza, al pensar que aquel hijo podía ser suyo, el preciado regalo de sus tumultuosas uniones, y lo único que los mantendría vinculados para siempre. Ello hizo que aquella tarde llegara más tranquilo. No le importó observar que el número de animales muertos había envenenado el poco aire puro que entraba a la casa. Apartó de la cama algunas alimañas muertas, y otras vivas que habían elegido aquel lugar para morirse. Procuró su Tratado de Serpentología, pero apenas pudo leer algunas páginas porque las trazas y las polillas habían devorado más de la mitad de las hojas, y el resto se le deshacía en sus manos como su destino. Sintió gran nostalgia del televisor ciego, que además estaba sepultado entre el polvo, las telarañas y los animales vivos y muertos. Sólo el espejo permanecía impecable, despejado de cualquier obstáculo que pudiera impedir que se observara como lo hacía en ese momento, al igual que el otro que había emergido de la dimensión del sueño. Se tiró sobre la cama y se arropó por completo, como ocultándose de sí mismo, como queriendo huir de su propio fantasma. Se resignó a permanecer allí, a no levantarse hasta que Eva regresara a sacarlo del infierno de sus dudas.

Así pasaban los días, en los que a duras penas podía respirar en medio del vasto cementerio de animales y del insoportable olor de carroña. En poco tiempo se adaptó hasta el punto de que aquellas alimañas vivas y muertas le servían de sustento.

Los malos olores y el lamentable estado en que se encontraba el lugar, así como los extraños ruidos que se escuchaban por las noches, movieron a unos cuantos vecinos a tocar a la puerta de la casa del fenómeno, en busca de una solución para el escándalo. Él no hizo el menor esfuerzo por permitirles el acceso a los vecinos; sólo estaba dispuesto a dejar entrar a Eva, si ella se decidía a compadecerlo con su presencia. Pobre Adán, extraviado mental y sentimental, vergüenza de la ciudad descarriada y sin amor.

Casi todos los vecinos hablaban de sacarlo a patadas y lanzarlo a la calle, como si aquella casa, la casa del sueño y el delirio necesarios, no fuera suya. Otros planeaban llamar a la policía para que lo volviera a encarcelar, como tantas veces, y como aquella vez, utópico revolucionario, irreverente criador de serpientes, bestia apóstata de la ciudad resignada. Nadie habló de comunicarse con algún familiar del hombre para que lo ayudara, o con alguna institución de salud mental que fuera en su auxilio. Cuando todos los vecinos se habían puesto de acuerdo para poner en movimiento su plan de expulsión, y cuando ya la casa parecía incapaz de albergar un gramo más de podredumbre, Eva tocó la puerta principal.