Nuestra comprensión de sí mismo está inexorablemente influenciada por factores sociales. Lo que somos, representamos o pretendemos que somos es inseparable al papel social que hemos jugado en el entramado social. A esto último Wolfang Iser, siguiendo al antropólogo social Helmuth Plessner, lo ha llamado el efecto del doppelgänger. Esta palabra alemana puede ser traducida por lo “parecido”, en el sentido en que algo o alguien nos parece similar a otra realidad previa; nótese cómo asociamos una realidad con la imagen mental que tenemos de otra y esta asociación efectuada en nuestro imaginario resulta ser una especie de “estructura” antropológica.

Helmuth Plessner, considerado el padre de la antropología filosófica moderna, plantea que “la comprensión racional que tenemos de nosotros mismos puede concretarse formalmente en la idea de que el ser humano es un ser generalmente inseparable de un papel social, pero no definido por un papel concreto” (citado por W. Iser). Es evidente que no podemos ser reducido al papel social que jugamos en determinadas o variadas circunstancias, pero no nos comprendemos como tales fuera de estos papeles y la estructura del doppelgänger es la señal más clara de la conexión entre el rol social, lo que hacemos frente a los otros en el tejido social, y la representación que tenemos como otros. En palabras más llanas, en lo otro de nuestras representaciones mentales nos comprendemos mejor a nosotros mismos. Sin que ello resulte en una especie de alienación de sí, al estilo marxista.

Esta estructura del doppelgänger, trabajada por estos dos pensadores alemanes en ámbitos distintos (Iser en el campo de la literatura; Plessner en la antropología social), me ha permitido entender una sensación de mal gusto que veo expandirse entre profesionales de distintas áreas a través de las redes sociales. La sensación a la que me refiero es la “sensación de fracaso” que resulta de la comparación que se hace entre el éxito económico de aquellos que se ha dedicado a la vida política (en menos de diez años de trabajo como servidores públicos declaran un patrimonio multimillonario) y el éxito de aquellos que, teniendo básicamente la misma formación académica que el político, se han dedicado al trabajo en empresas privadas como asalariado o como emprendedor, es decir, de forma independiente ha iniciado la carrera empresarial.

Hablo de “sensación de fracaso” y no de “conciencia de fracaso” porque de ningún modo estos profesionales que no han desempeñado funciones públicas son unos fracasados. Como tampoco significa que el funcionario sea un modelo de éxito, porque en la larga cultura política sabemos cómo se maneja “la cosa”. Pero es la imagen que nos hacemos de nosotros mismos a través de la cultura (no importa que sea a través de memes o de extensos mensajes en Facebook, el humor es un fenómeno cultural que refleja una realidad conflictiva a la que solo podemos atacar a través de la risa) y como representación de nosotros mismos y el rol que desempeñamos en la sociedad nos permiten construir la imagen propia. Por ello hablo de “sensación de fracaso”, porque queda el mal-sabor-de-boca de si ha valido la pena ser honrado, ser emprendedor y ser un profesional ético.

Esta mal-sabor-de-boca viene por la idea moderna-capitalista de que el éxito lo encarnan las figuras que han obtenido fortuna y fama. En nuestra representación social de la persona exitosa rara vez tenemos como imagen a una religiosa que ha dado su vida por los pobres, a un dirigente comunitario que ha obtenido mejoras sustanciales en la vida de su comunidad. El éxito se liga de manera irrevocable a la obtención del dinero. Muchas de las veces sin importar el componente ético del éxito.

La permanencia de estos modelos de mundos nos obliga a replantearnos nuestra particular representación de sí. La estructura del doppelgänger nos obliga a refigurar la representación que tenemos de nosotros mismos a partir de nuestros roles sociales. Ahora bien, sea cual sea nuestra función social (no todos somos políticos, ni todos somos empresarios), el objetivo de la vida ética no debe desvincularse de nuestra propia imagen de modo tal que el éxito se mida por la intencionalidad ética de la vida buena con los otros en instituciones justas (Paul Ricoeur).