Ley No. 311-14 es la que instituye el Sistema Nacional Autorizado y Uniforme de Declaraciones Juradas de Patrimonio de los Funcionarios y Servidores Públicos (G. O. No. 10768 del 11 de agosto de 2014). Su Artículo 2 dispone quiénes son los funcionarios obligados a presentar declaraciones juradas de patrimonio, comenzando con el presidente y el vicepresidente, siguiendo con otros funcionarios de rango alto y medio, más “…los funcionarios de cualquier otra institución autónoma, centralizada o descentralizada del Estado que sea creada en el futuro y que administre fondos públicos”.

Se incluyen servidores subalternos, que todo el mundo entiende como imprescindibles para llevar a feliz término cualquier iniciativa de malversación de fondos o sutiles bellaquerías aparentemente legales. Entre ellos, los encargados de compras, los responsables departamentales y regionales y demás oficiales en posiciones de mando operativo o de administración de la DNCD y la Policía Nacional -dos muy productivas fábricas de millonarios en este país-. También los a veces muy inútiles y bien remunerados miembros de los consejos de administración, entre otros.

Sorprendentemente se omiten los directores o encargados, según sea el caso, de planificación y desarrollo, que son servidores que intervienen en todos los procesos institucionales clave, incluidos en primer término los de compras y   contrataciones, programación presupuestaria y planes operativos.

La declaración jurada de patrimonio no es más que un inventario de bienes autenticados por notario público, que en la mayoría de los casos suele ser un muy buen amigo. El órgano que carga con la responsabilidad del control, fiscalización y aplicación de la ley es la Cámara de Cuentas de la República. Está bajo su autoridad el Sistema Nacional de Control y Auditoría “…que comprende el conjunto de principios, normas y procedimientos que regulan el control interno institucional y el control externo de la gestión de quienes administran o reciban recursos públicos en entidades sujetas al ámbito de acción de esta ley, con el propósito de lograr el uso ético, eficiente, eficaz y económico de tales recursos y, además, con el debido cuidado del ambiente” (Ley núm. 10-04).

Este sistema tiene todos los elementos necesarios para que sus responsables hagan un buen trabajo que, en resumidas cuentas, consiste en garantizar a la ciudadanía de manera oportuna y eficiente la debida protección y gestión ética, eficiente, eficaz y transparente de los recursos públicos. Sus herramientas de trabajo son los controles internos, externos, legislativos (sobre la base de los informes de la Cámara) y sociales. Estos últimos se refieren a la contribución que potencialmente o de hecho puede hacer la sociedad al control externo e interno, así como a la prevención e investigación de la corrupción.

Como sabemos, la Cámara de Cuentas es un órgano constitucional. Cuenta con todas las autonomías que la ley confiere a los órganos autónomos y descentralizados (administrativa, operativa y presupuestaria), es decir, tiene lo que se llama personalidad jurídica instrumental.

No hay pretextos entonces para que este importante organismo del Estado no haga su trabajo de una manera tan eficiente e imparcial que la sociedad se lo agradezca y reconozca. Es una entidad tan importante para la democracia que debería contar con profesionales de alto nivel, bien remunerados y sin antecedentes judiciales de ningún tipo. Su competencia para examinar cuentas, hacer auditorias de clase global en cualquier ámbito del quehacer público y realizar investigaciones técnicas especializadas, nunca debería ponerse en tela de juicio.

La realidad es que en los últimos treinta o cuarenta años este órgano estuvo vergonzosamente instrumentalizado por el clientelismo político. No ha jugado el rol estelar que le corresponde: garantizar la pulcritud y moralidad en el manejo de las cuentas de las instituciones clave de la Administración. No ha habido credibilidad pública alguna en las declaraciones previas, mañosamente abultadas, ni tampoco en las que se hacen en las despedidas, ostensiblemente disminuidas.

Obviamente, para que la Cámara cumpla cabalmente sus roles es preciso que la voluntad política ejecutiva superior intervenga y sea ella misma ejemplar. Y lo más importante: que su gabinete y todos los demás funcionarios no se distingan precisamente por su naturaleza depredadora. ¿Se darán pasos importantes y superaremos el pasado oprobioso en el que las auditorias se mantenían durante años en cajas fuertes y las interferencias desde las alturas de los picos del poder decidían su destino inútil?

Vistas las declaraciones presentadas hasta ahora, solo podemos decir que los nuevos funcionarios, en sus difíciles inicios (pandemia + más finanzas públicas arruinadas) nada tienen que envidiar a las alegadas fortunas de los miembros del Comité Político del PLD. ¿Será que el objetivo oculto de muchos de los nuevos funcionarios sea superar con creces los caudales de sus antecesores? ¿O podemos abrigar la esperanza de que, siendo la mayoría tan rica, no hay que temer nada?

En general, la Cámara sigue sin evidenciar la capacidad técnica, la entereza, la independencia y la determinación que se requieren para demostrar fehacientemente no solo la veracidad de los patrimonios declarados, sino la legalidad de las grandes fortunas emergidas en estos días en todos los niveles del aparato burocrático del Estado. Deberíamos poner mucha atención a las declaraciones del obispo de la diócesis de Nuestra Señora de La Altagracia en Higüey, monseñor Jesús Castro Marte: tan prematuras como oportunas, tan válidas como visceralmente inquietantes.