“Hay que vigilar a los ministros que no pueden hacer nada sin dinero y a aquellos que quieren hacerlo todo sólo con dinero”-Indira Gandhi.

Es bien conocido que el problema de la deuda,  que desencadenó justificados desasosiegos políticos durante el período 2000-2004 y que nuevamente se pone de moda en las dos últimas administraciones (2012-2020), ha sido abordado desde diferentes perspectivas.

La primera, el endeudamiento con el exterior, arista que concentra la mayor parte de los debates sobre este asunto; la segunda, la deuda total de los agentes intervenientes, esto es, empresas, gobiernos y personas, y por último, la situación de las entidades financieras nacionales que, como se conoce, juegan un significativo rol en la transmisión a la economía nacional de los impactos macroeconómicos del exterior. Obviamente, estos tres abordajes son interdependientes.

Otros aspectos se incorporan a la agenda del análisis. Por ejemplo, ahora nos aconsejan recurrir al financiamiento de terceros siempre que tomemos en cuenta la guía marco elaborada por el FMI-Banco Mundial -para los países de bajos ingresos-. Su metodología nos permite evitar que la acumulación de deudas termine siendo excesiva, o como se dice ahora, “insostenible”.

Existe todo un arsenal de indicadores para precisar si la deuda es o no sostenible. Aquí entra la cuestión de determinar cuál es el límite razonable de endeudamiento, dadas las características de la economía que se trate y la evolución de las variables exógenas de mayor relevancia que la afectan. En este punto, los conceptos de solvencia del Sector Público y de sostenibilidad de la Política Fiscal, son las herramientas principales de análisis del problema.

En relación con lo anterior, como explica Isabel Rial y Leonardo Vicente (2003) en su magnífico paper “Sostenibilidad y Vulnerabilidad de la Deuda Pública: La Experiencia Uruguaya”, un gobierno es solvente “cuando el valor descontado de los superávit primarios presentes y futuros es mayor o igual al stock inicial de endeudamiento” (concepto ex ante); una política fiscal es sostenible, “si satisface la condición de solvencia sin necesidad de un ajuste significativo en su trayectoria planeada de ingresos y egresos futuros, dado el costo financiero que enfrenta en el mercado”. A nuestro humilde entender, vistas las características de los últimos tres presupuestos aprobados, el Estado dominicano enfrenta un problema de solvencia y, consecuentemente, de sostenibilidad de su política fiscal.

No obstante, ahora nos interesa otro aspecto poco estudiado del problema.

Cuando un país llega a niveles de endeudamiento que comprometen la estabilidad lograda y la propia agenda de desarrollo -lo cual plantea un problema de solvencia y de sostenibilidad-, deberíamos preguntarnos sobre la cuota histórica de responsablidad política en la acumulación de tales niveles de acreencias (arista moral del problema). Además, deberíamos preguntarnos cuál es el destino productivo o de apoyo infraestructural de las grandes sumas de dinero que todos los años se concertan sin consultar a nadie (compromiso intra e intergeneracional).

Por lo pronto veamos cómo se han incrementado nuestros compromisos externos e internos. En decinueve años (2000-2019), el incremento absoluto de la deuda pública consolidada fue de 39 mil 350.39 millones de USD o de 2 mil 071.5 millones como promedio anual.

Este incremento se distribuye de manera casi simétrica entre sus componentes consabidos: la deuda externa pública consolidada, con 19 mil 729.29 millones, y la deuda interna consolidada cuyo incremento total suma 19 mil 621.09 millones, sin incluir la deuda intragubernamental. Faltaría contabilizar para todo el período señalado los flujos-contrapartida de amortizaciones e intereses que están detrás del acrecentamiento de nuestros compromisos por deudas.

La parte leonina del total del incremento estimado, corresponde al Sector Público No Financiero (SPNF), más exactamente al Gobierno Central, que es responsable del 78.8% del total (30 mil 996.25 millones). Es necesario puntualizar que la deuda externa del Gobierno Central excluye la deuda externa del sector privado garantizada por él.

Esta alta concentración quiere decir que los ministerios, el Congreso Nacional, los Poderes del Estado, las instituciones descentralizadas o autónomas no financieras, las instituciones de la seguridad social, empresas públicas no financieras (la CDEEE en primer lugar), los ayuntamientos y la Liga Municipal son los verdaderos responsables de esta espiral creciente de endeudamiento público.

Dentro del sector público financiero, el principal actor es el Banco Central,  entidad que ha incrementado considerablemente sus acreencias en el período bajo estudio. Es bueno saber que la deuda externa del BCRD, que incluye las asignaciones de Derechos Especiales de Giro (DEG), disminuyó en el período en más de 600 millones, al mismo tiempo que su deuda interna se incrementó en 11 mil 508.38 millones de dólares.

Como señalábamos en otra entrega, un formidable mecanismo de punción permanente de las finanzas públicas es el financiamiento del stock de certificados del BCRD. Entre 2016 y 2017 aumentó en 47 mil 179.7 millones de pesos; en 2017-2018 en 70 mil 174.4 millones y entre 2018 y noviembre de 2019 el crecimiento interanual fue de 38 mil 299.4 millones. ¿Cómo parar las deudas por certificados del BCRD (que son un instrumento de política monetaria)  que ya sabemos tienen sus raíces en la hecatombe de finales del período 2000-2004?

Así las cosas, podemos afirmar que los gobiernos que hemos elegido hasta la fecha han disfrutado de un fácil y permanente acceso al crédito externo e interno de miles de millones de dólares.

Que el apoyo presupuestario engulla durante todos estos años la cuota leonina de los nuevos préstamos, habla muy bien de un problema de solvencia; que se mantenga la irracionalidad del gasto, la evasión fiscal, los regalos a las empresas y el dispendio de los ingresos, bajo el manto de un sistema clientelista voraz,  indica un problema de sostenibilidad agravado.