Con Eduardo Galeano y Reinaldo Arenas aprendí bien temprano que uno puede estar en las antípodas del pensamiento del enemigo y sin embargo puede recurrir al apego y al sentido común de la lectura para no acabar con el otro. Ambos creadores, disímiles en el objetivo de su
lucha, compartían la pasión de entregarse a una causa, cada quien por su lado y en ocasiones frontalmente enfrentados. De ellos también aprendí el significado metafórico del concepto utopía, que como la vida, se nos presenta siempre un poco más adelante como el proyecto que debemos, que queremos alcanzar. En el caso de la poesía, la utopía me sirve para reconocer en lecturas laterales a gente que lucha tanto o más que nosotros. Este es el caso del guatemalteco Pablo Romo, que con su cuaderno A dos pasos, propone un breve pero sustancioso estudio filosófico sobre la muerte, la memoria, la violencia y sobre todo, la esperanza. Dice el poeta, “El tiempo no regresa. La ternura se deteriora. Todo es quebradizo. El tiempo finalmente se desvanece ante la energía potencial del cosmos”. Mucho se ha hablado científicamente de la relatividad del tiempo, pero sería bueno recalcar que es la poesía y no la ciencia la que siempre aparece para recordarnos cómo jugamos los humanos en esa relatividad. La palabra en manos de Pablo Romo es levedad que desea ser considerada de nuevo; que se jodan las niñerías, este es el momento de definitivamente acabar con el padre. Continúa Bromo: “Un Pablo Bromo, idéntico a mi mismo, camina desde otros pasos y sigue mis pasos desde un ciclo cósmico. Nunca me alcanza, ese es su génesis, su voluntad inicial, su móvil fantástico”. He aquí la pepita de oro que guardaba el cofre de la isla Barataria, la idea de que lo que queremos está siempre dos pasos más allá. Y yo opino que es allí donde debería de estar, ya que cuando se acomoda pierde, y la utopía siempre nos mantiene en movimiento, en actitud deseante. ¿El deseo? Conjugar algunos versos que nos acerquen a la idea de lo absoluto, como dice Pablo, “El poema absoluto está donde no está el poema. El poema es el motivo perfecto para asesinar las horas”. Yo sin embargo no quiero asesinarlas, en este sentido, el poeta es el criminal del amor y yo soy un simple aprendiz de forense, que luego de haber asimilado el vaho de la muerte, transita por cuerpos inertes buscando historias con el bisturí de la palabra. Hablo de muerte, yo viejo, anotando otro otoño aquí en Chicago, mientras Bromo, joven y hermoso, con la fuerza salvaje de los años menores, habla de vida. Termina él: “Mi vida, por otra parte, siempre está a dos pasos de ser lo que algún día fue mi vida. Y ése, ese es el motor que relincha con sus caballos de fuerza en mi corazón”.