Muchos de nosotros, los ciudadanos, tenemos un determinado comportamiento que aprendimos en el hogar o en la familia. La familia no es sólo el primer núcleo o célula de la sociedad, sino también el mejor centro de aprendizaje, donde el ejemplo familiar habrá de marcar la conducta futura del ciudadano. Es como si la pedagogía del bien, el amor y el respeto a las normas se inculcaran a temprana edad en la cotidianidad de la familia y en nuestra forma de ser y actuar, como por arte de magia, de todos los sujetos sociales. La educación del hogar deja sus huellas.
Nadie puede precisar, a ciencia cierta, como se dice popularmente, la complejidad de la conducta de los seres humanos. Padres buenos, amorosos y ejemplares han tenido hijos que son verdaderas tragedias. Cabrían unos versos para consolar en su desgracia a esos padres: "En qué lugar de mi largo camino/mis pies no marcaron/ las necesarias huellas de su sombra". Lo que sí sabemos es que el trabajo sobre la conducta temprana del niño puede y debe marcar su trayecto de vida.
Las buenas lecturas, el amor al prójimo, la solidaridad, el sentido de justicia, el amor a la cultura, la moral y la ética se aprenden, primero en la familia y, luego, se refuerza en la escuela. Un aula escolar sin valores es simplemente un pasto. Aunque, muchas veces, frente al desarraigo existente en la sociedad nos encontramos con grandes núcleos humanos en total desamparo que ni siquiera viven; simplemente, existen.
La formación del ciudadano debe iniciarse, en términos de valores y principios, bajo el calor y ejemplo de la buena crianza. Sólo así podemos construir una verdadera ciudadanía frente a una sociedad que se derrumba cada día más. La autoridad debe ser producto del ejemplo de buena conducta de los seres humanos, sin importar sus condiciones sociales o académicas.