Es inimaginable pensar que nacemos con una supuesta manera de ser inmutable, como un todo dado de antemano por nuestras raíces parentales y al que el medio social y cultural no añade nada nuevo. El viejo refrán de “genio y figura hasta la sepultura” está lejos de ser una verdad ancestral irrefutable. Si algo tiene de valor la vida social y su producto más estimable, la cultura, es indicarnos a fuego y a ternura que podemos hacer de nosotros mismos algo mejor, siempre.

Una verdad tan simple como la anterior está muy lejos del proceso formativo que brinda el hogar y la escuela se ha centrado en demasía en el conocimiento científico, loable en todos los sentidos, pero insuficiente para edificar un buen carácter. No tengo certeza de la edad necesaria para tomar conciencia sobre la construcción de sí mismo y la responsabilidad que esta labor acarrea, tanto para quien se presta en ser una persona educada y centrada en la perfección de sí, como también para el que hace caso omiso del llamado a ser mejor. A juzgar por lo que infiero y deduzco de mi experiencia docente, los primeros años universitarios dan mejores resultados en este esfuerzo casi sobrehumano de forjar el carácter a base de conocimiento y rigor. La madurez y el desarrollo cognitivo son excelentes aliados que garantizan el éxito de tal empresa y, contadas las variadas excepciones, es innegable que, en los dos primeros años de universidad, los jóvenes están más dispuestos y conscientes de la travesía hacia la vida moral y su importancia en la esfera social y pública.

La reflexión ética siempre ha tenido esta impronta aristotélica: el hábito forja el carácter. Por tanto, el hábito bueno, en tanto que acción repetida que tiene a un bien como su fin natural, permite la construcción de un carácter virtuoso que, en definitiva, es el ideal de la vida feliz. La felicidad es hacerse de un carácter virtuoso que, al obtenerlo en la totalidad de una vida ejemplar, conllevará a la permanencia de la persona en la memoria colectiva. La buena fama será la trayectoria del justo.

La sabiduría popular nos lo indica una y otra vez: la fatiga es el crisol que modela lo que de bueno puede generarse en nosotros. En el campo nos decían que una mente ociosa es el germen de todos los males y desventuras. En cambio, el ocio griego era la condición necesaria para gestar una cultura que condujera a la más excelsa entre todas las obras humanas: el cultivo de sí. La sociedad capitalista apostó por la generación infinita de riquezas y conminó a aprovechar el tiempo, pues el tiempo es oro. Entre una y otra propuesta, pulula la generación de jóvenes y adolescentes entre los 14 y 17 años. Unas veces el exceso de actividades sociales no les permite el espacio necesario para la soledad enriquecedora ni para el merecido descanso tras la fatiga. Ello en el caso de una vida sumamente activa. Pero también está el otro polo con lo que podemos denominar la debilidad del carácter.

La debilidad del carácter individual se esconde tras la fachada de la popularidad o del grupo de pares. Suele establecerse una amistad servil, no enriquecedora sino celebrativa de la mas torpe nimiedad. Están cercanos a la adicción por lo banal de sus vidas. En el fondo es un gueto de mediocridad que se ampara en la mal entendida diferenciación de las capacidades, justificadoras de la ineptitud que trae el recibirlo todo sin el más mínimo esfuerzo.

La educación del carácter es un imperativo hoy. Esta padece de los mismos males que atacan a la educación formal en nuestro país. Sea cual sea el ámbito social y geográfico, renovar el sistema educativo dominicano es renovar, en igual grado, la formación del carácter. Solo así dejaremos atrás los bajos desempeños mostrados hasta el momento en las evaluaciones internacionales.

Conscientemente he elegido el término “forjar” porque está asociada al fuego y todo lo que ello implica. La metáfora es contundente y férrea: el rigor del conocimiento nos permite purificar el metal del que estamos hechos y nos permite, de igual forma, separar la escoria del mineral productivo y enriquecedor.