Al fin llegó Flaubert al fin del viaje, allí donde se dibujaba el despacho presidencial de Joaquín Amparo Balaguer Ricardo, (alias Elito, como le llamaban sus amorosas hermanas, modelos de virtud y dedicación al bien social), custodiado por recios militares y un rebaño de funcionarios superfluos y chulos adyacentes que esperaran ser recibidos al cabo de varios días de infructuosa espera. Pero las puertas se abrieron para Flaubert y sólo para Flaubert, desconcertando a todos los que esperaran las gracias del Presidente y habían pagado por verlo sumas no necesariamente irrisorias.

En el despacho custodiado por recios militares encabezados por el general Mélido Marte (su maléfico ángel de la guarda, el verdugo impenitente de tantos enemigos de Trujillo y Balaguer), estaba y no estaba el presidente apoltronado en un sillón que soportaba toda su podredumbre física y moral, y a su lado  el general Pérez Bello, deforme en cuerpo y alma con aquella cabeza que parecía una broma pesada de la naturaleza, y estaba también su amigo  el ministro, su amigo de tantos años en la escuela normal de varones Presidente Trujillo, que era bello y andino, un hombre probo de toda probidad y sobre todo bello a juicio de Flaubert, aunque ahora le sonreía con sonrisa de hielo y un  tanto distraído, pendiente sólo de su aspecto. De hecho era tan bello que no lograba quitarse la mirada de sí mismo.

Pero estaba sobre todo y sobre todos Balaguer, Balaguer que lo miró y no lo miró, fingía mirarlo con sus ojillos amarillos y letales, abandonado de su cuerpo y de sus ojos, con aquel vientre fofo y abultado que tanto lo asemejaba en su miseria a un muñeco diabólico de trapo.

Balaguer lo escuchó un minuto entornando los ojos mariscos y aparentemente desconcertado, escandalizado aparentemente de la gravedad de la situación, mientras los oficiales se miraban de hito en hito sin dar crédito a las palabras de Flaubert

Arrellanado, así, en un abandono de total indiferencia para todo lo que no fuera el ejercicio de la maldad y del poder que le daba vida, mantenía intacta su memoria enciclopédica, su lucidez intelectual, sus dotes de orador decimonónico. Nada conserva tanto como el odio, dijo alguien de quien no puedo acordarme, y allí estaba Balaguer para demostrarlo.

Más que ver, por supuesto, Balaguer adivinaba la figura petrificada de Flaubert. El rostro mingitorio y convulso no era lo que Flaubert recordaba de un Balaguer tímido y joven que había sido amigo de su padre, el azote de sirvientas y maestras en otra época. Tampoco se asemejaba a las fotos retocadas que aparecían en los periódicos.

Joaquín Balaguer e Hipólito MejíaCuando le dio la mano recibió un ademán de pescado muerto, la mano flácida y blandengue, la voz derretida en pura hipocresía. El rostro  a esa distancia era momia repugnante de sí misma. Belfos caídos, el gesto insulso. Un rostro frío de bajo celentéreo que nunca se vio en una moneda.

Pronunció el nombre del padre de Flaubert con el mismo tono derretido, hipócrita, andrógino, melindre, disimulado. Lamentó haberlo tratado tan poco, lamentó sinceramente la dolorosa pérdida a destiempo de una persona de modales tan lánguidos, tan leves, tan sublimes. Hombres de tal probidad y fina inteligencia en el ejercicio de la magistratura siempre hacen falta. Créame, que hacen falta.

Decía cada palabra con evidente delectación y relambimiento, saboreando con morbosidad hasta la última sílaba, calculando el efecto que producía en su interlocutor.

Flaubert comenzaba a sentirse cada vez más incómodo en aquella situación absurda en que le tocaba escuchar a un hombre que le dirigía la palabra hablando para sí mismo, y que hablaba incluso sin escucharse porque ya había dicho y diría las mismas cosas miles de veces, con el mismo cantarcito inspirado, con aquella voz campanuda y aflautada que  tanto le gustaba oír.

Al cabo de un tortuoso rodeo de palabras que Flaubert ya no podía soportar, el presidente se acercó  por un momento a lo que podía ser el tema de la entrevista, pero engarzando frases floreteadas, carcomidas por el uso y superlativos tan oxidados que Flaubert tuvo que hacer un esfuerzo supremo para comprender que el Presidente finalmente hablaba de sus problemas.

Retraído y apolillado, con timidez cerval reflejada en su rostro desencajado por la impaciencia, Flaubert creyó llegado su turno y tomó la palabra de modo imprudente, frustrando sin proponérselo un último lance retórico que el Presidente se reservaba para cerrar la primera parte de su discurso.

Haciendo acopio de brevedad, y ante la general desaprobación de los presentes, Flaubert y quiso entrar en detalles de los últimos acontecimientos que habían dado a su vida un giro tan dramático. Balaguer lo escuchó un minuto entornando los ojos mariscos y aparentemente desconcertado, escandalizado aparentemente de la gravedad de la situación, mientras los oficiales se miraban de hito en hito sin dar crédito a las palabras de Flaubert.

No había nada que contar, en realidad,  porque el presidente lo sabía todo y Flaubert sabía que un hombre que hablaba para sí mismo, no le prestaría atención, pero no dejaría de decirlo todo con pelos y señales cuando volvieran a darle la palabra que ahora le quitaba el Presidente con un ademán discreto.

-Créame que lamento, Sr. Ramírez, escuchar esas noticias. Parece que ha sido usted víctima de una pandilla de incontrolables.