Su amigo el ministro -como se dijo en la última lejana entrega de esta historia-, su compañero de banco de tantos años en la escuela normal de varones Presidente Trujillo, el Secretario de Estado de la Presidencia, había venido a visitarlo a Flaubert a su morada humilde y agujereada con olor a podrido. En realidad no era visita, el ministro obedecía órdenes con manifiesto malestar.

Nada más salir del automóvil, con su pesado traje de ministro con chaleco y corbata, comenzó a sudar a chorros y se cubrió la nariz con un pañuelo. No era el tipo de gente que habría sobrevivido mucho tiempo a la intemperie. Vivía en una casa con aire acondicionado central, trabajaba en un palacio con aire acondicionado central y se movía en un vehículo en el que se le enfriaban plácidamente hasta las bolsas, y por lo general no se enteraba del clima, de la temperatura casi siempre veraniega de aquel país extraño, de aquel sol tropical del mediodía que ahora lo castigaba como con golpes de mandarria.

Se puso la mano derecha a manera de visera para contemplar a contra luz la patética figura de Flauber y cumplir con su cometido. Una breve invitación y después desaparecer del escenario. Ese paraje inhóspito que le ponía los pelos de punta.

Pero Flaubert no le dio tiempo a abrir la boca. Se excusó desde arriba por las circunstancias que le impedían bajar a darle la mano como Dios manda, y un abrazo después de tanto tiempo y muchos menos recibirlo en condiciones tan aciagas, distinguido ministro y amigo. El ministro asentía sin cesar, sudando a chorros, mientras Flaubert hacía un recuento de la gravedad de su situación sin dar respiro, sin dejar una brecha en el monólogo al querido, inapreciable, inolvidable compañero de estudios que me honra con su gratísima  presencia.

El ministro comenzó a desesperarse en serio cuando al cabo de diez minutos se dio cuenta de que Flaubert mantenía intacta su cuerda oratoria y no cejaba en su empeño de martirizarlo con cumplidos y lamentos, sobre todo cumplidos como el de varón ilustre, lumbrera del derecho, gran caballero, inefable correligionario y otros títulos que le otorgaba con el mayor dispendio de saliva y extrema generosidad.

En la primera pausa, el ministro correspondió con un breve saludo a su elogiosa perorata y le hizo una curiosa invitación que tuvo que repetir tres veces para hacerse entender por parte del atónito Flaubert que en realidad había entendido desde la primera vez y se negaba a creerlo.

-Ahí, al pie de la puerta, le dejo en un sobre lacrado el mensaje que le envía su Excelencia.

Acto seguido, sin darle tiempo a responder, el ministro se internó en su mundo de aire acondicionado y el flamante vehículo y la escolta motorizada se pusieron en marcha en lo que más bien parecía una fuga precipitada y desaparecieron en la nada dejando una inmensa polvareda a su paso, al tiempo que los soldados de posta en el torturadero rompían tímidamente filas sin saber que pensar ni hacer respecto a la extraña visita de un alto funcionario de la presidencia al insignificante señor Flaubert que nadie respetaba en esos predios.

En el balcón Flaubert permanecía atónito, mascullando en voz baja su desconcierto. El ministro le había dicho palabras que le parecieron extraordinarias y resonantes y retumbaban ahora como un eco de cañón en su memoria. ¿Pero era acaso posible que le sucediera una cosa semejante? Pues sí señor, era cierto. El honorable Presidente de la República, el Doctor Joaquín Amparo Balaguer Ricardo  lo invitaba en persona a Palacio, deseaba verlo personalmente. Lo decía en el papel timbrado con el sello de la presidencia y la firma del presidente que le habían dejado en un sobre lacrado al pie de la puerta con su nombre y dirección escritos con exquisita caligrafía.

Pero Flaubert no podía creerlo todavía. Era una borrachera sorda lo que sentía, como un aturdimiento de ideas y palabras que le se enredaban en la marea de emociones. Temblaba de pies a cabeza con un temblor destemplado, y sentía como si los ojos se salieran de sus órbitas. Se derramaba por dentro en un derrame visceral. Leía y releía la invitación y no podía creerlo todavía.

No acababa de creerlo ni siquiera cuando las puertas del Palacio Nacional se abrieron a su paso, escoltado por recios militares rectilíneos y sinuosos en su impecable traje gris. Militares que lo guiaban a través de corredores que daban a puertas custodiadas por militares y que se abrían a corredores custodiados por militares, que daban a puertas custodiadas por militares y se abrían a  nuevos corredores custodiados por militares.

Puertas que se abrían y cerraban como una caja de sorpresas china, dentro de la cual hay siempre una dentro de la otra y no parece tener fin. Corredores que Flaubert no había nunca traspasado ni en la imaginación ni en el sueño ni en la duda, y que ahora se le presentaban inéditos, borrosos, en una especie de impalpable y fantasmosa realidad. Corredores que conducían con rumbo inexorable al laberinto donde moraba el minotauro.