El vino cayendo en la copa. El lápiz rasgando el papel. Las caricias de un viento triste. El silencioso grito de la nostalgia. Y un flamenco de castañuelas rotas.

Arropada en ritmos así, me atrapó el anochecer… Visualizando horizontes distintos, en un trayecto de doble vía entre el dolor y la calma. Hay un canto nuevo en mi corazón, imposible de arrancar. Un reemplazo de ideas, atadas a otro lugar, lejos de mí.

Habría dado por evitarlo, hasta lo que aún no tengo.

Extranjera de mi propio cuerpo, percibo un nuevo tejido trepar la superficie de mi corazón. Es un instinto de supervivencia… Me da la fuerza que busco, para tomar las decisiones que debo, aunque ello implique un viaje indefinido a la sombra.

Es aquí donde todas nuestras historias, convergen.

Aunque tierras lejanas, culturas distintas, y almas aisladas nos separen, en algún momento de nuestras vidas, cada uno de nosotros abrazará la oportunidad de un nuevo comienzo, o necesitará refugio en el olvido.

Nada impide que en el transcurso de nuestra existencia, llegue el momento de aceptar un desafío, de correr peligro, ser susceptible. Aceptar la realidad de que somos, a pesar de nosotros mismos, frágiles e indefensos, y que no podemos evitarlo.

Es una de las cláusulas en el contrato de estar vivo.

Así que, con una sonrisa cuajada en tibia pena, me pierdo en el sonido de esas castañuelas. Aunque rotas, esconden misterios en su palpitar… Sabidurías de otras almas, verdades elementales. Allí me refugio en este anochecer. Es la manera que tengo de redimirme… De reconciliarme con el dolor. Lo aguanto, lo educo, lo transformo.