Recientemente la República Dominicana se colocó entre los 50 países más corruptos del mundo y entre los 10 más corruptos en América Latina, según el informe de Transparencia Internacional. Y bajo esta premisa es preciso preguntarse, ¿Acaso se trata de un problema del ser humano? ¿Cómo se combate esta debilidad? ¿Cómo se fortalece la honestidad? La corrupción es un desorden de la naturaleza del individuo. Muchas veces la tentación de tomar lo ajeno, en especial el erario o bien público, se torna irresistible y/o se práctica con la distorsionada conciencia que dicta “es normal”. Es un triste hábito que degrada a la nación y a las presentes y futuras generaciones, pero no es irremediable.

Para algunos un cambio de administración o de partido en el poder asegura acabar con este flagelo y no es así, mucho menos con aquella que proviene de una estructura organizativa. Por ejemplo, un alcalde honesto no terminará con la corrupción de los agentes de tránsito o del empleado de ventanilla, pero sí puede disminuir la incidencia de este delito. Mientras que la transición de un gobierno solo puede reducir la impunidad en los altos funcionarios del Poder Ejecutivo. Y la creación de normas más robustas tampoco garantiza su erradicación. Se requiere de algo más.

En un artículo de mi autoría titulado “Ética y Administración Pública” decía que para combatir la corrupción se necesita una recta formación de la conciencia fundamentada en la ética y la moral. Un ejemplo de esto lo podemos encontrar en el propio texto bíblico. Si nos vamos a la vida del apóstol Pablo vemos cómo sufrió a causa de este mal. Pues, el gobernador romano Félix postergó su juicio y lo hacía comparecer a menudo con el fin de que Pablo le ofreciera dinero a cambio de su libertad, todo ello a sabiendas de era inocente. Sin embargo, el apóstol nunca lo sobornó y prefirió permanecer en prisión. Le habló de la justicia y el dominio de los instintos (Hechos 24:22-26). Se mantuvo sujeto a sus principios. Hizo la voluntad de Dios, siempre predicando sobre la honradez, la verdad y la justicia, poniéndolo a su vez en práctica.

Con esta idea pretendo manifestar que es necesario incorporar reflexiones y acciones fundamentales en valores éticos, inclusive religiosos, dentro de la administración pública, conjuntamente con el trabajo de una justicia independiente, el sistema de régimen de consecuencias efectivo, la transparencia en el uso de los fondos públicos, la participación ciudadana en la toma de decisiones, etc. Toda vez que allí es donde con mayor frecuencia se manifiesta el poder y los conflictos de intereses están a flor de piel. Pero, además, es la llamada a satisfacer las necesidades de las personas y proteger sus derechos fundamentales. Es decir, juega un rol relevante en el equilibrio de la Nación.

Finalmente, la ética y la moral no tienen valor relativo. En cualquier época, lugar y circunstancia procuran la práctica del bien. Solo haciendo conciencia de esto la lucha contra la corrupción administrativa será exitosa.