Hace unos días –el 15 de diciembre para ser más exactos– ocurrió un evento multitudinario en el Madison Square Garden. Como si se tratara de la fiesta de fin de año, luego de haber bebido algo que los hiciera despertar un poco, la gente se levantó de su sofá, se vistieron relativamente fashion, y pensaron en los tickets comprados. Otros se afeitaron la barba, entraron en unos zapatos carísimos, se colocaron unas joyas deslumbrantes. Otros –no menos decididos– se colocaron algún perfume atrayente, capaz de ser no menos convincente que una inmortal narración de Jack London, autor de Por un Bistec, quien –recordemos– fuera enviado a cubrir la mítica pelea entre Jim Jeffris y Jack Johnson en 1910. Otros –en cambio– se limitaron a decir que esa era la noche para expandir sus fortunas y entregarse al salvaje néctar de la victoria.

Hablo de la pelea que tuvo como púgiles a Rocky Fielding y a Saúl el Canelo Alvarez, celebrada con toda la parafernalia de este apasionante y millonario deporte. Digamos para retratarlo –aunque sus publicistas han intentado hacerlo en sus redes– que Saúl el Canelo Alvarez, oriundo de Jalisco, Guadalajara, México, campeón de la WBA y de WBC, es un auto entrenado que tiene en su cochera ese Lamborghini Urus que en verdad cautiva. Nada que hacerle: el automóvil puede conducirnos –a la larga–  a una evidente sensación de poder y de potencia: te introduce en solo 3.5 segundos, a la considerable velocidad de 100 kilómetros por hora, nada mal cuando tienes que llegar temprano a la fiesta.   

Confesaré que no pude ver el publicitado evento. Nos encontrábamos en unos menesteres que incluían –por qué no decirlo al lector–, la intención de desentrañar el navideño movimiento citadino y la emoción desatada que tomaba curso en un casino repleto de gente decidida a emigrar con grandes sumas en las faltriqueras. Un poco escéptico, nos quedaba claro que en el lugar no colocarían la pelea por más casino que fuese, algo evidentemente contradictorio: se suponía que estos lugares eran fanáticos del box, y que sabían bien la argumentación que dice que “aquí es que hay que verla”, que “deje de estar en su casa”, que el evento deportivo “te hará pasar una noche espectacular y por qué no, ganarás unos cuantos dólares”.

Era la vieja historia de estar en el lugar equivocado en el momento preciso, algo que le sucede a cualquiera en cualquier momento. En diciembre de cada año esto adquiere características notables: te diriges a varias reuniones con gente supuestamente feliz que te hace beber, con el preludio ceremonioso de la noche y el repentino amor por la vida, esas últimas adquisiciones de la Rioja. Sacan y descorchan, las últimas versiones de una botella en el íntimo salón de los añejamientos celebrados por bebedores de todas partes del mundo. Créalo usted o no lo crea, con el solo uso de una penetrante nariz y un mínimo margen de error, deciden qué vino es de Napa y qué vino viene de una paradisíaca región de Francia.

Pero no seamos románticos. Cuánto dinero se habrá movido en esta pelea que casi no podíamos esperar? Cómo obtener unos datos que están preservados con la exclusividad de un códice griego?

“No ombe no, eso se hizo público”…tú crees?

Muchos habían dicho –como si esto fuera un cálculo estratégico del libra por libra y la correspondiente toma de decisiónes de apuestas– que el Canelo no era el mejor boxeador del mundo, sino Vasyl Lomachenko. También era cierto que los que apostaran al famoso boxeador mexicano ganarían –se caía de la mata pero debía ser dicho– menos que los que lo hicieran por Fielding y he ahí el punto: en las tendencias y la opinión de analistas serios. Aunque claramente entusiasmados, nadie sabía qué sucedería con el extraño destino del portafolio de cada quien, movámonos de Beiruth al Madison, una pelea, sí, ponle 10,000 dólares, sobre todo cuando deben tomarse riesgos, y que más da: sientes la adrenalina de una pelea que ha sido esperada con gran entusiasmo. Sientes que esa noche alguien llegará a la paz de la lona, gancho al hígado, uppercut, quítenselo.    

En su página de Instagram de 4.2 millones de seguidores, el Canelo había hecho pública su colección de autos. Todo esto empezaba a ser histórico, había una sensación en el aire, como cuando se siente que un político ganará unas elecciones, y otros te llaman para decirte que el cambio es lo mejor para el país, que esto está decidido. “No meteré más de mil dólares”, dijo alguien. 

Mirando a las fotografías, me di cuenta que era cierto: el boxeador mexicano tenía esos automóviles en casa, no solo el Lamborghini Aventador, y era todavía más cierto que, en este mundo de hoy, había que tener cuidado con la imagen pública que trasmitimos por las redes sociales. No fueron pocos los que dijeron por Instagram que era una barbaridad comprar tantos autos deportivos cuando el mundo se está muriendo de hambre. Y encima publicar, para que todos vieran, en un modelo de histórico exhibicionismo, la coronación de un rampante éxito económico, a lo que otros respondieron entusiasmados –y ahora con una batalla en sus manos– que el famoso boxeador tenía derecho a tener una colección que se había ganado a puro puñetazo.

Son sus cuartos, decía la tipa del Pinot Noir un poco cruda y despojada de todo sentimentalismo ético, claramente defensora de cualquier cosa que se te ocurra postear en tus redes. “Mañana postearé mis últimas fotos en Colorado”. Hablaba de esa devoción de nieve, garantía de vacaciones dizque chulísimas. Esquiar es esquiar, dijo otra un poco bárbara.

Lo que si era cierto era que en las fotografías publicadas, podían observarse algunos envidiados Porches, un Lamborghini Gallardo y un Ferrari Italia 458, entre muchos otros. Admití que esa ostentación de Alvarez me pareció lúdica en cierta medida: había decidido hacer pública su colección de lujo y trasmitirla a sus fans y a todo el mundo.

Ay pero mira, tiene más de diez carros el barbarazo!” decía un fan asombrado. Otro, refugiado en el siempre interesante tecnicismo, hacía énfasis en su contrato de 365 millones de dólares, nada mal para cinco años y unas cuantas peleas, menos de 15. 

“Pero el Canelo, jabeó bien?” “Conectó bien en los costados, se movió de un lado para otro”, me preguntaba por el WhatsApp una tipa entusiasmada con su nuevo pasatiempo fitness: el kick-boxing que le garantiza, según ella, la pérdida de unas cuantas libras y el desahogo necesario en un sambá golpeado como se golpea a un antiguo marido: con la entendible pasión del despecho.

La pregunta que todos se han hecho pero que nadie nunca ha pronunciado: en una pelea de boxeo, los rivales se consideran enemigos? “Porque está claro –me preguntaba ella– que después de la pelea, se andan besando y con abrazos”. “Los he visto”, decía con intención de conducir el debate a otros océanos.

“Bueno, al final de la pelea, le darán unos cuantos milloncitos”, expliqué. “Besos es poco..felicidad”, le expliqué bastante realista.   

A mí, que me interesa George Foreman, que no me vengan a decir que no se ha dado eso de que te caes en el quinto asalto y repartimos ganancias en el camerino”, dijo el más escéptico de todos.

Algunos dirán –sin ningún sofisma– que si vemos el pesaje, esas miradas no dicen otra cosa que no sea odio, avaricia y ganas de triunfo. Puras ambiciones humanas, aunque reconocemos, como en la historia de London –que de seguro fue leída por Tarantino– Por un bistec, que algunas peleas no son hechas en inicios de siglo con una gran bolsa, en otros cuadriláteros y con otros esquemas. Aún con el riesgo de tener lesiones, todo boxeador es una máquina de hacer dólares. Me preguntaba un fanático: “se nos da el caso que los boxeadores fingan la pelea?” “Hagamos una película sobre esto”, dijo un publicista. Por su lado, de manera entusiasmada, la chica preguntaba: “quién fue mejor en el escenario, quien dio más golpes, quien fue más intenso, quien fue más caballo que el otro?” “Hay una máquina que calcula todo eso”, argumentaba una tipa con la música en ella.    

“No sé bien, no pudimos ver la pelea, contesté. Lo que si es que ganó y creo que antes del séptimo round. No apostamos un centavo, algo que nunca se descarta”, whatsappeaba.

“Ah, es que a mí me encanta el gancho, el upper y la defensa rápida”, pronunció. Era adicta a su amada  modalidad de fitness, repito: el kickboxing que, según ella, le permitiría bajar unas libras y sentirse activa, joven y viva.