Sur y Centroamérica sufren interminables dictaduras apoyadas por el imperio del norte, que argumenta necesidades estratégicas: peligro comunista y salvaguarda de sus intereses económicos. La Iglesia Católica coopera a cambio de generosas concesiones; el capital criollo hace negocios en silencio e incrementa su patrimonio. Somoza en Nicaragua, Pérez Jiménez en Venezuela, golpes de Estado  en Argentina, Trujillo en este país, y Batista en Cuba. Otras naciones intentan recuperarse de pasados opresivos (Guatemala, Bolivia, Perú).La democracia parecía imposible en los cincuenta.

La revolución cubana brindó esperanzas. A mediados del siglo veinte, una mayoría de ciudadanos anhelaba vivir en democracia, resentía del imperialismo, de las oligarquías, y  del catolicismo.  El deseo de libertad fue una pasión compartida. Movimientos clandestinos, atentados, montoneros, y  golpes de Estado, intentaron  la redención.

En ese  contexto histórico, escalan las montañas de Sierra Maestra un grupo de guerrilleros, cuyo líder, Fidel Castro Ruz, no era un desconocido para los cubanos: había sido violento dirigente estudiantil de la Universidad de la Habana, aguerrido adversario de Batista, y cabeza del fracasado ataque al Cuartel Moncada. Construían su leyenda

Uno de mis tíos entabló amistad con Fidel Castro en los tiempos en que ambos eran jóvenes exiliados; fue el primero que me habló de la memoria prodigiosa de aquel imponente, parlanchín y ambicioso abogado cubano, compañero de tertulia. Solía devolver los libros prestados en menos de dos días, sabiéndose al dedillo las páginas leídas. La amistad resultó breve, nunca volvieron a verse. Una tarde, el cartero entregó un sobre cuadrado al Doctor Domínguez. Mi tío leyó incrédulo la cartulina: le invitaban a participar en el primer aniversario de la Revolución Cubana, con una nota al margen: “Un abrazo, Fidel”.

Esa excepcional memoria, brillantez, capacidad de comunicación, atractivo físico, e innegable talento seductor, crearon un personaje de carisma avasallador (que él intenta todavía utilizar creyéndolo inmune al tiempo). Bastan unos minutos con Fidel para quedar hipnotizado. García Márquez sucumbió a esos encantos, pero hoy debemos preguntarnos si quien lo sedujo fue el líder, la revolución, o el personaje fantástico que habita en el Olimpo surrealista junto a otros protagonistas por él novelados.

Momento histórico, carisma, inteligencia, y sintonía con las necesidades  del continente, acompañaron al triunfante y heroico jefe guerrillero. Cada acción de su gobierno revolucionario fue fiesta en Hispanoamérica: aplaudimos fusilamientos, juicios sumarios, díscolos proyectos económicos, exilios, expropiaciones, nepotismos, favoritismos, purgas homicidas. Cualquier arbitrariedad imaginable terminaba en ovación. Racionalizamos desafueros en nombre de la educación, la salud, y el deporte; por el antiimperialismo, el proletariado, y la contención de la Iglesia, justificamos la pérdida de libertades públicas.

El barbudo alfa comenzó a percibirse como Padre de la reivindicación libertaria latinoamericana. Fascina a europeos y a tres cuartas partes del planeta. El Padre es omnisapiente, todopoderoso, e infalible. Sin embargo, desde el comienzo, estuvieron claros chispazos de excesiva grandeza y un exagerado narcisismo que, en lugar de alertar, fascinaron.

Padre de todos, ideólogo, ejecutante y ejecutor. La propaganda diluye la tragedia e insiste en  que la utopía será  realidad. Nos hicieron creer que “La raza cósmica”, soñada por el mexicano Jesús de Vasconcelos, estaría a la vuelta de la esquina.