Tras su regreso de los Estados Unidos, donde se encontraba negociando un préstamo del gobierno estadounidense a Reino Unido, el 21 de abril de 1946, a los 62 años de edad, el economista John Maynard Keynes moriría de un ataque al corazón, en su casa cerca de Firle, East Sussex, en Inglaterra. Pero su verdadero fallecimiento no coincidiría con su muerte física, pues las ideas de Keynes -formuladas de modo sistemático en su obra “Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero” de 1936, donde estudiaba las causas de la depresión mundial iniciada en 1929 y proponía enfrentarla mediante un conjunto de mecanismos de intervención estatal en la economía- y contrariando su célebre frase de que “en el largo plazo estamos todos muertos”, integrarían el credo oficial de economistas y gobiernos durante toda la segunda posguerra hasta que se produce su entierro científico, a finales de la década de los setenta del siglo XX, de las manos de Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek, Milton Friedman y sus discípulos agrupados bajo la sombrilla de lo que se ha conocido como “neoliberalismo” y que, todavía hoy, constituye la sabiduría convencional de la ciencia económica y de las políticas públicas.
Las ideas fundamentales de Keynes, tal como las sintetiza Robert Skidelsky, son básicamente dos. La primera es que, para Keynes, contrario a lo que postula la economía (neo)clásica, los mercados no se autorregulan, es decir, no se equilibran de forma simultánea y automática, debido a que prevalece una rigidez de precios en las economías, en particular en los contratos laborales, lo que impide que ese ajuste se haga económicamente y provoca que el desequilibrio económico se perpetúe, de donde se infiere la necesidad de que el Estado intervenga para combatir las fallas de mercado mediante la inversión pública dirigida a reactivar la demanda y, en consecuencia, el crecimiento, principalmente en aquellos casos en que la reducción en las tasas de interés no logra reactivar la demanda privada. Y la segunda es que los gobiernos, en lugar de reaccionar pasivamente ante las depresiones como ocurrió en 1929, pueden y deben prevenir las depresiones económicas.
Estas ideas de Keynes encontraron su caldo de cultivo ideal con el inicio de la Segunda Guerra Mundial que llevó a ambos bandos beligerantes a implementar políticas de planificación central y de inversión estatal directa en la economía, principalmente en la industria armamentista, lo que permitió lograr un punto cercano al pleno empleo. Con el final de la guerra, los estadistas, entusiasmados con el éxito de la intervención estatal en la economía durante el conflicto, adoptaron una política de aumento de los impuestos y del gasto público, este último focalizado en la inversión de grandes obras, que, al generar empleos y elevar el ingreso de los trabajadores, aumenta la demanda efectiva y hace crecer la economía mediante el incentivo de la actividad productiva. Todo esto se conjugaba con el aumento del gasto social que fue clave de un Estado de bienestar que se mantuvo por casi tres décadas hasta que entra en una crisis fiscal y de legitimidad, momento que es aprovechado por los neoliberales, con los gobiernos de Pinochet en Chile (1973), Margaret Thatcher en Inglaterra y Ronald Reagan en Estados Unidos, para desmontar el Estado social keynesiano, privatizar las empresas estatales, liberalizar y globalizar la economía a través de su desregulación. En el fondo, lo que se produce en gran medida es una alianza non sancta del pensamiento de Hayek con el de Carl Schmitt, que propicia un “liberalismo autoritario” (Herman Heller), un “Estado fuerte” que garantiza una “economía libre” (Schmitt), donde la única planificación central legitima sea la de la “planificación a favor de la competencia” (Hayek), al margen de los cometidos sociales del Estado.
Pero he aquí que la crisis financiera global de 2008, desatada por la burbuja creada por los instrumentos financieros “derivados” e irregulados, ha conducido a un renacimiento de las ideas de Keynes al extremo de que no solo se habla del “retorno del maestro” (Skidelsky) sino de que “ahora somos todos keynesianos” (Joseph Stiglitz), desde los viejos (Paul Krugman) y nuevos (Thomas Piketty) apóstoles del keynesianismo hasta pensadores moderados como Martin Wolf del “Financial Times” y conservadores como el juez Richard Posner, especialista en análisis económico del Derecho. ¿A qué se debe este renovado interés en Keynes? ¿Qué se puede recuperar de su pensamiento para los atribulados e inciertos tiempos económicos en que vivimos? Las mejores respuestas a estas interrogantes, entre la vastísima e inabarcable literatura especializada sobre el tema, parecen encontrarse en la obra “In The Long Run We Are All Dead” de Geoff Mann. Siguiendo a Mann, pero en total desacuerdo con su crítica al keynesianismo y a las posibilidades de reformas viables al capitalismo, puede afirmarse que Keynes ha regresado porque ofrece una tercera vía entre la revolución comunista y la barbarie (neo)fascista, que permite salir de la depresión, del capitalismo salvaje, de la pobreza, de la discriminación, de la inseguridad, de la desigualdad y de la crisis, sin tener que renunciar a las libertades, a la competencia, a los mercados libres y a las tareas del Estado social. Aunque uno dude acerca de la eficacia de muchas de las políticas (neo)keynesianas, estudiadas en detalle y con rigor por los economistas de las más diversas corrientes de pensamiento, hay que concordar en que la actualidad de Keynes radica en su propuesta de un justo medio entre dos utopías ambas irrealizables y de funestas consecuencias: la de un barbárico mercado autorregulado, indiferente a las necesidades de los individuos, y la de un paraíso en la tierra que, en verdad, es un infierno estatalizado, que anula las libertades de las personas.