La evolución de la Pintura ha sido ésta: primero se pintan cosas; luego sensaciones impresiones y por último ideas. Esto quiere decir que la atención del artista ha comenzado fijándose en la realidad, luego en lo subjetivo y por último en lo intra-subjetivo. Con la Música y la Literatura ha ocurrido lo mismo.

Ortega y Gasset

Una práctica aconsejable para quienes acostumbramos adquirir conocimientos literarios a través de la lectura –los llamados letraheridos– consiste en la relectura de los clásicos de cuyos textos nos enriquecimos mentalmente en nuestra primera juventud, pues debido a la inmadurez propia a esta etapa existencial muchos conceptos, fundamentos, ideas y la comprensión de numerosas imágenes y simbolismos se nos escapa al carecer de la preparación requerida para su real y completo metabolismo intelectual.

Influidos por algún condiscípulo, profesor, la prensa o por estar simplemente de moda, durante los años universitarios leímos a maestros de la pluma y el pensamiento como Balzac, Shakespeare, Wilde, Ortega y Gasset, Thomas Mann, José Martí, S. Zweig o Lin Yutang entre otros, siendo muy probable que su celebridad o estilo se impusieron a la esencia de su mensaje, a sus enseñanzas derivadas de su aguda observación de la vida y de las cosas, aprendizaje que únicamente alcanzaremos si procedemos nuevamente a su lectura años más tarde.

No obstante las críticas a su filosofía y en especial de los intelectuales de izquierda hacia sus obras “El hombre y la gente” y sobre todo a “La rebelión de las masas”, el español José Ortega y Gasset (1883-1955) fue un pensador que no solamente se expresó con castiza propiedad y con un léxico que envidiaría cualquier profesor de gramática castellana, sino que además fue propietario de unas ideas, unos criterios que expuestos hacen más de un siglo aún tienen prevalencia y aceptación dentro y fuera de España.

Hace unos años releyendo no recuerdo cuál de sus obras él sentenciaba lo siguiente: Con el Arte y la Literatura moderna cabe hacer una de dos cosas: negarlos o esforzarse en comprenderlos. He optado por lo segundo. Resulta tonto resistirse al nuevo estilo y obstinarse en la reclusión dentro de formas ya arcaicas, caducas. Docilidad al tiempo en que vivimos es la única probabilidad de acertar que el individuo tiene. Es seguro el fracaso de los que se obstinan a componer una ópera wagneriana. Es un error creer que la esterilidad actual en la novela, pintura, se debe a la ausencia de talentos personales; lo que pasa es que se han agotado las combinaciones posibles en el interior de éstos géneros.

José Ortega y Gasset

Por su gran autoridad en el terreno artístico esta orteguiana advertencia me hizo reflexionar mucho con respecto a mi frontal oposición, a mi desdén a todo lo que no fuera clásico o tradicional en las Bellas Artes, poniendo desde entonces en tela de juicio mi rechazo a la pintura de Miró, Rothko, Pollock y otros expresionistas; a la música de A. Schönberg, E. Satie y P. Hindemith y otros atonales; a la cubista arquitectura de R. Piano, R. Rogers y S. Radic; a la simbólica escultura de H. Moore, C. Brancusi y O. Zadkine, y en particular por ser mi afición, a la literatura fantástica como los cuentos de Lezama Lima, Borges, Bioy Casares, Cortázar, etc. He iniciado varias veces el “Ulises” de J. Joyce debiendo suspender su lectura por parecerme irracional, absurdo.

Siempre estuve convencido que el denominado Arte Moderno –en todas sus modalidades– era como una especie de ensayo de posibilidades, de experiencias tentativas o de globos de prueba que con el paso del tiempo finalizarían en algo concreto, definitivo. Creía, por su discutido valor estético, que respondía al capricho, la fantasía de alguien con una inteligencia poco convencional y que su evolución en el tiempo conduciría al establecimiento, la implementación de una expresión artística, que a falta de una palabra más adecuada, diría que más seria, más acabada, o sea, más formal que la conocida.

Sin embargo esta evolución ha sido infructuosa adquiriendo lo que entendía que era sólo un intento, un tanteo, la categoría de permanente, inmutable, existiendo entre todos los que tienen vocación por la Pintura, Música, Arquitectura, Escultura y Literatura la voluntad, ya generalizada, de no repetir el pasado, de arrinconar todo lo que parezca tradicional no entusiasmando a nadie preocuparse, con la excepción de los eruditos, por las pretéritas manifestaciones de las Bellas Artes. La actual situación se caracteriza, según Ortega, por haberse convertido en un hecho histórico el gran arte del pasado.

Al intentar llevar a la práctica el orteguiano consejo de esforzarme en comprender la nueva literatura, se me ha hecho cuesta arriba la comprensión durante la relectura de los autores citados en un párrafo anterior, así como otros de parecido estilo –U. Eco, R. Musil, S. Beckett, B. Brecht– creyendo entonces que por razones cronológicas estaba imposibilitado de apreciar y disfrutar la expresión verbal de los tiempos modernos. A pesar de ello, al resultar gratamente impresionado por la reciente lectura de la obra “Los detectives salvajes” del chileno Roberto Bolaño (1953-2003) cuya prosa por su desaliño, incongruencia y polifonía se inscribe dentro de la contemporaneidad prevaleciente, me hizo concebir la esperanza de que podía estar en condiciones de estimarla.

Como todo el mundo considera que nadie como uno mismo conoce mejor sus más íntimas preferencias, siempre genera un asomo de sorpresa, sobresalto que alguien te diga que tiene un libro que por su contenido te gustará mucho. Esto me sucedió en diciembre último cuando el amigo J. R. Albaine al prestarme la obra de Fernando Del Paso titulada “Palinuro de Méjico”, me comunicó que su lectura sería de mi total complacencia, algo que inicialmente dudé pues su nombre me parecía horroroso. Pensé lo placentero que hubiese sido si se denominara por ejemplo “Un sombrero lleno de cerezas”, “El crepúsculo de los dioses”, “La vida no vale lo que cuesta” o “Que me mate lo que me hace vivir” entre otras sugestivas designaciones.

Este trabajo cuya primera edición apareció en Ciudad Méjico en el 1977 –hace 40 años– tuvo una gestación de siete años –de 1967 al 1974– teniendo a la capital azteca, Iowa City y Londres como asientos de su redacción y según la Introducción a la misma escrita por Francisco González Crussí donde la califica como una desmesura, se trata de una obra que tiene una ambición totalizadora casi monstruosa, teniendo el lector la oportunidad de degustar un espectacular torrente de metáforas deslumbrantes, de barroca imaginación y lirismo arrebatador. Según González la crítica mundial se pasmó ante este portentoso derroche de color, imágenes y auténtica erudición.

Todos los encarecimientos escritos en la contraportada y solapas relativos a la naturaleza de su contenido resultaron ciertas, ponderaciones publicitarias o promocionales no siempre verdaderas en la mayoría de los libros. Se resalta, y es verdad, que “Palinuro” es una exuberante fiesta del lenguaje; que el autor hace una re-elaboración artística del vocabulario médico y anatómico; que se trata de una narración polifónica donde el interés del lector es atraído más por lo que se dice que por quienes lo dicen; en fin, la trama argumental la perdemos de vista pues el real protagonista es la vasta erudición de los personajes. Lo único que me parece incierto es la afirmación de que la obra rescata la masacre de Tlatelolco, ya que de un total 648 páginas sólo de la 557 a la 621 –o sea 64 páginas equivalente a un 10% del todo– describe teatralmente este sangriento episodio bajo la forma de una comedia llamada “Palinuro en la escalera o el arte de la comedia”.

Fernando del Paso, escritor mexicano

Debo destacar en estos párrafos preliminares que por este trabajo a Del Paso le concedieron en 1982 el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, y en 1985 el premio al mejor libro extranjero en Francia. También que el autor inició los estudios de Medicina pero al descubrir que no soportaba la visión de la sangre y las vísceras –a quien escribe le ocurrió lo mismo al finalizar en 1961 el bachillerato– cambió de carrera cursando luego Economía y Literatura. Según Del Paso, Palinuro es el personaje que fui y quiso ser y el que los demás creían que era y también, el que nunca pudo ser aunque quiso serlo.

Dando inicio formal a este artículo debo indicar, que luego de la lectura de la singular Introducción cuyo texto transparenta fielmente el contenido del libro seguida de una sabia advertencia en que el autor explica que al ser una obra de ficción nadie tiene derecho a sentirse incluido en ella, desde el primer capítulo de la primera parte denominado “La gran ilusión” me vi sometido a una especie de encantamiento, de fascinación causante de adoptar dos posturas que hace tiempo no me sucedían al comienzo de un libro: más que leerlo decidí estudiarlo, analizarlo, lo cual atrasaría mucho su conclusión y segunda, y como acontece con los últimos orgasmos, no quería por nada del mundo llegar a su final.

Estoy de acuerdo que el haber realizado estudios de especialización por cuatro años, donde es indispensable llevar a cabo continuas labores de documentación e investigación bibliográficas, obliga a reconocer los esfuerzos que en otros dominios despliega cualquier autor, sea un tratado, escrito o novela. Además, si como es mi caso, desde hace más de medio siglo aprecio a quienes son capaces de transferir literariamente lo que piensa, estando en condiciones de expresar con primorosas imágenes y originales metáforas las banalidades de la realidad, entonces representa una delicia adentrarse en el contenido de esta obra fuera de lo común.

Aunque desertó de los estudios de medicina, Del Paso opina sobre el rol de éstos profesionales como si fuese uno de ellos. Dice que el médico es el policía del cuerpo, lo vigila, coarta sus libertades, lo encierra y lo tortura. Un padre, un maestro, una ley pueden restringir la voluntad de un hombre, aunque éste puede obedecer o no. En cambio cuando un doctor le dice a un paciente, ¡abra la boca!, ¡cierra los ojos!, ¡dí ah!, ¡desnúdate!, ¡no puedes comer grasa!, ¡disminuye los azúcares! o ¡debes operarte en menos de una semana!, éste, aunque sea un sultán de los Emiratos Árabes Unidos o un recadero del Mercado Nuevo de Santo Domingo, obedece sin rechistar a su mandato.

El recorrido de uno de los protagonistas por los diferentes pabellones de un centro hospitalario descrito en el capítulo 18 titulado “Las últimas de las islas Imaginarias: esta casa de enfermos”, debería ser de lectura imprescindible a todos los que aspiran estudiar Medicina, para los estudiantes que están en Facultad y también para los egresados. Sus comentarios sobre los cardiópatas, los que padecen enfermedades de la piel, intestinos, estomacales, mentales, oculares y un largo etc., no tienen desperdicio, a los cuales se agregan enfermos de la propia cosecha del autor –maneja como pocos el humor y la ironía– como son aquellos que despiden olores peculiares, los que se lavan incesantes y convulsivamente el cuerpo, los coprófilos……… y los que no tienen padecimiento alguno y ocupan el pabellón de los sanos.

Donde su prosa hizo reconciliarme con el absurdo fue cuando en el interior de la habitación que ocupaban los dos estudiantes en la plaza de Santo Domingo, la fuerza de la gravedad desapareció y todos los enseres y objetos comenzaron a flotar subrayando, que cuando copuló a su compañera su esperma salió de la vagina dibujando en el aire arabescos pornográficos. La admisión de estas incongruencias fue más adelante reforzada cuando ambos decidieron tratar como seres vivientes sus pertenencias y utensilios comenzando por saludarlos: “buenos días calendario, buenas noches lámpara; hola espejo y así por el estilo. En este y otros casos el lenguaje usado por el autor tiene una seducción a la cual nadie puede resistirse.

Fernando del Paso

A este evidente surrealismo novelístico, que contrastaba frontalmente con mis prosistas de cabecera, se adicionaba el empleo de expresiones de peculiar adjetivación o sorprendente sintaxis que me impresionaban favorablemente tales como: más bella que el Álgebra, tan querido como un diente de leche: una peña del tamaño de una golondrina, para las hemorroides no hay nada mejor que la pasta de dientes porque le dan buen aliento en caso de sinfónico arrastre. Estefanía durante su embarazo se antojó de comer caramelos de jabón, chocolates rellenos de crema de afeitar, pastelitos de tierra y helados de carbón. Su desbordante imaginación no conoce fronteras.

Posteriormente nos regala esta peregrina ocurrencia: desde una cabina telefónica en Londres les dije a mis propios órganos que si no tenía el poder para alquilar mi hígado, demandar a mí estómago, darles patadas a mí corazón o de divorciame de mi cerebro, tenía el placer y el consuelo de arrastrarlos a todos ellos a la tumba. Me oyen? Me oyen? Porque jamás les daré el gusto de verles sentados en una tienda esperando que pase el cadáver de su enemigo. No, no! Cuando en otra parte contaba que el verano pasa solo 4 o 5 días al año en Londres y después se va porque no le gusta el clima, el lector no tiene más remedio que cerrar el libro para reflexionar sobre la extraordinaria capacidad de fabulación de este genial mejicano.

La erudición de Del Paso es tan asombrosa que el personaje llamado Walter –quien es el mismo autor– niega con reiteración y razón los datos históricos generalmente admitidos –por mí y por usted querido lector– concitando la irritación de sus amigos. Cuando éstos últimos afirmaban que el pianista polaco Paderewski fue presidente de su país; que el compositor checo Dvorak es el autor de la 5ta sinfonía y que Goebbels había sido el autor de la frase cuando escucho la palabra cultura saco mi revólver, Walter los desmentía en público indicando que Paderewski no fue presidente sino primer ministro; que la 5ta en realidad era la 9na y el expresionista Hanns Johst jefe de la Cámara de Escritores del Imperio había sido quién expresó lo atribuido al ministro nazi de propaganda. El discurso de este libro nos enriquece además culturalmente.

Acosado por la urgente necesidad de orinar y estando prohibido sacarse públicamente el miembro para hacerlo, dice lo siguiente: uno debería orinar con los dientes, ver con la rodilla, digerir con los pulmones, respirar por el dedo gordo, pensar con la nariz, fabricar azúcar con los testículos y reírse con la trompa de Eustaquio. Cuando comencé a orinar pensé, como Schopenhauer, que éste es el peor de los mundos posibles y lo que es más, que cada día se vuelve peor. Cuánto oriné esa tarde querido Palinuro, más que Gulliver cuando apagó con su orina el palacio de la princesa Liliput, más que Gargantúa cuando bautizó con orina a París.

Finalizó el pasado párrafo así: A medida que vaciaba mi vejiga me sentí más inclinado a creer, como los melioristas, que el mundo puede mejorar, y al terminar sentí tanto alivio que pensé que quizá Leibniz tenía razón y, éste después de todo, es el mejor de los mundos posibles. Señores, conciliar lo imaginado por su mente con lo leído en Swift –autor de Gulliver–; con lo aprendido en Rabelais –autor de Gargantúa– y con las ideas fundamentales de los dos filósofos alemanes antes citados –Schopenhauer y Leibniz–, esto únicamente puede hacerlo alguien con el nivel enciclopédico de este Premio Cervantes, con el valor añadido de expresarlo en términos inmejorables.

Del Paso no puede sustraerse a su origen étnico y el lector encontrará aquí o allá numerosos mejicanismos como: le aventó piedras a las vacas; se despechugó un par de bostezos, apachurramos a todos los cangrejos que cruzaban y muchos más. También, aquellos que conozcan Ciudad Méjico, Londres y París disfrutarán más la lectura del texto pues varias acciones se desarrollan en sus áreas metropolitanas. Para el goce completo y total de la obra se requiere la posesión de un cierto nivel de lectura, una experiencia vital de importancia así como una evidente madurez mental pues todos estos condicionantes favorecen la comprensión real y simbólica de su extenso e innovador contenido. El capítulo 23 “Del sentimiento tragicómico de la vida” es imperdible.

Después de haber leído más de un 90% del texto pensaba estar curado de espantos o que la fantasiosa imaginación de Don Fernando le daría una tregua al lector para sobreponerse a la tensión que genera sus arrebatadas ponderaciones. Cuán equivocado estaba al descolgarse en una de las páginas finales con esto: “Llevé a cenar a Estefanía a un restaurant sapos rellenos con ojos de buitre, testículos de cebra con puré de menta, huevos revueltos de aves del paraíso –recordar que esta es una flor–, nalga de mandril con salsa arcoíris, queso de leche de jirafa y paté rosado de hígado de flamenco. Como postre, helado de cereza relleno de luciérnagas y después de cenar le regalé un ramo con 12 rosas”.

Prosigue así: una era la rosa del milagro de Jean Genet; otra la rosa enferma de William Blake; otra la rosa de Gertrude Stein; otra la del regazo cubierto de escarcha de Shakespeare; otra la rosa que no sabe lo que es de José María Pemán; otra la rosa auditiva de César Vallejo; otra la rosa de nieve perfumada de D’Annunzio, y para no extender mucho este trabajo omitiré las restantes. Quiero destacar que cada una de ellas tiene su significado en el caso que nos tomemos el tiempo de investigar en cuál o cuáles obras de los autores referidos se mencionan las mismas. Esta labor de escudriñamiento sería un trabajo de romanos que reclama para su feliz culminación una universalidad cultural solo encontrada en novelistas excepcionales. O tener una memoria de dimensiones paquidérmicas.

Es realmente impresionante la formación de este mejicano y la expresión entre irreverente y desenfadada de su prosa, confesando que al terminar la obra llegué a lamentar que no se extendiera mucho más para seguir descubriendo tantas novedades e imágenes de truculenta belleza. Debo revelar también que después de su lectura la audición del oratorio profano “Carmina Burana” de Carl Orff, la ópera “Wozzeck” de Alban Berg y la “Música callada” conjunto de relatos místicos musicalizados del catalán Federico Mompou, empiezan poco a poco a interesarme, gustarme. Parece que es necesario saber lo que quiere la gente joven, porque sólo ella tiene el olfato adaptado a los tiempos que corren.

Finalmente sugeriré que si dentro de nuestro reducido lectorado nacional alguien no ha leído aún a “Palinuro de Méjico” por Fernando Del Paso que proceda prontamente a su lectura, apreciando en particular que dos médicos articulistas sabatinos del periódico “Hoy” los doctores José Silié Ruíz y Jochy Herrera, sí todavía no lo han leído y disponen del tiempo suficiente para hacerlo, lo adquieran y así degusten su contenido. Sus opiniones, explicaciones e interpretaciones del texto serían, por su amenidad y brillantez expositiva, de gran provecho para todos los que acostumbramos a leerlos, pues como diría Del Paso, ellos como los buenos astrónomos han observado las nebulosas de los bronquios, las manchas de los plexos solares, los agujeros negros del intestino ciego y las vías lácteas que corren por los senos de las recién paridas