Para entender el poder del discurso imperante en la sociedad moderna es importante conocer dos aspectos propios de la naturaleza humana, la sociabilidad y el lenguaje. Somos seres sociales que para entendernos como personas empleamos un lenguaje que recoge todos los elementos del entorno que nos rodea; palabras, gestos y símbolos, y toda esa transacción dentro del lenguaje implica siempre traducción e interpretaciones, generando el proceso dinámico que estructura el pensamiento, que otorga sentido y asimila lo que ocurre, dando lugar a la comunicación.

Al unir el lenguaje con la vida en sociedad generamos discursos, que constituyen la unidad del pensamiento con sentido completo. Por lo que un discurso implica un sistema de pensamientos, ideas, ideología, cultura y todo un contexto complejo en el cual se enmarca. Según Vicente Manzano “un discurso es un compendio de ideas y pensamientos que transmiten significados y proponen comportamientos sobre asuntos de importancia social. La realidad es que los discursos están orientados a modelar actitudes, es una de las herramientas más persuasivas para condicionar la forma de pensar, sentir y actuar, con esa oportunidad de dar forma al pensamiento y transmisión de las ideas, los discursos también tienen el poder de construir realidad”.

Un ejemplo que puede explicar con bastante claridad el poder del discurso, lo podemos ubicar en el discurso imperante del machismo cultural, que jugó un papel determinante en casi todos los periodos históricos al definir la condición de subordinación y depreciación de la mujer en la sociedad. Un hecho fehaciente es que la mujer ha constituido el pilar de la humanidad desde la prehistoria; desde la capacidad de perpetuar la especie hasta el amplio consenso entre antropólogos que confieren a las mujeres la conducción de las sociedades antiguas hacia el Neolítico y con ello el título de las primeras agricultoras. De igual manera anterior a la civilización griega, la Minoica una cultura de la Edad de Bronce, ampliamente considerada por su antigüedad y magnificencia, como la primera gran civilización europea, está clara que la posición de la mujer gozaba de mucha libertad, estimación social y eran consideradas iguales a los hombres. Dos aspectos distintivos de esta civilización destaca el hecho de que nunca usó las armas para extender su dominio, sino que a través del comercio intercambiaba pacíficamente todo tipo de mercancías y una cultura religiosa dedicada a la devoción de las mujeres y al dios Toro. Las mujeres aparecen como sacerdotisas y reinas, aunque la tesis de ser una sociedad matriarcal no cuenta con un apoyo unánime, la escasez de representaciones masculinas le indica a los investigadores que la mujer gozaba de preponderancia política y religiosa.

En el Antiguo Egipto las mujeres gozaban de gran libertad, tenían acceso a la educación, podían vender y comprar  y las campesinas desarrollaban trabajos extremadamente duros como los hombres. El lugar que ocupaba la mujer en la cultura egipcia era mejor incluso, que en épocas posteriores, la mujer no era considerada igual al varón sino su complemento, por lo que gozaba de una relación de respeto con el sexo opuesto.

Sin embargo, cuando el discurso misógino impulsado por grandes pensadores como Platón y Aristóteles y su versión aristotélica de la mujer como “ser inferior” y  la influencia que ejerció para su época y en la Europa Medieval, la realidad para la mujer cambiaría para siempre; pasó de ser una ciudadana con una activa vida pública en civilizaciones anteriores a ser considerada “un hombre incompleto y débil, un defecto de la naturaleza, un ser sin terminar que por tanto había que proteger y guiar”, lo que implicaba necesariamente su subordinación total al varón y su anulación de la vida pública, en la que no podía participar. Este discurso se continuó imponiendo en la Antigua Roma, que aunque la mujer gozaba de mayor libertad con respecto a las griegas, la participación política y ciudadana les seguían estando prohibidas. El discurso no cambió en los periodos posteriores, en el periodo Medieval la mujer era mayoritariamente campesina, realizaba tareas agrícolas y cuidado de los rebaños al  igual que el hombre y tenía que trabajar para mantenerse ella y sus hijos, el cuidado de la casa, de los enfermos y la asistencia a los partos y todo ello con salario inferior al de los hombres. Finalmente en la Edad Moderna pese a las profundas transformaciones que sentaron las bases del mundo contemporáneo, los cambios no afectaron positivamente la vida de la mujer. El Renacimiento supuso el “renacer” para el hombre que ve mejorar sus oportunidades educativas y laborales; contrario a la mujer, ya que continuaba predominando el discurso misógino de su inferioridad moral producto de su “discapacidad intelectual” la excluyó definitivamente de la educación humanista y restricciones aún más estrictas de los Estados centralistas eliminaron sus posibilidades de constituirse en una ciudadana de pleno derecho.

De esta manera es como pasa el saber a ser patrimonio del hombre, lo que la anuló definitivamente como ente jurídico y social, a partir de este periodo toda la contribución de la mujer al saber de la humanidad pasa a ser propiedad del hombre y ella salvo algunos casos es mencionada como asistente.

Independientemente de las grandes figuras femeninas que la historia registra en los periodos históricos en los que mujeres lograron reconocimiento y relevancia social, en términos generales la mujer siempre fue presentada por el discurso imperante como una figura dependiente, marginada y sujeta a las decisiones masculinas que la vejaron históricamente.

No fue sino hasta 1792 de la pluma de Mary Wollstonecraft y su tratado ‘Vindicación de los Derechos de la Mujer’ que se inició la defensa por el derecho al trabajo igualitario, a la educación y su participación en el orden público que dignificará la vida de la mujer en la sociedad. Solo llevamos poco más de dos siglos, transformando con el discurso liberal las actitudes, pensamientos e ideas que durante siglos el discurso machista y las religiones impusieron sobre la mujer para degradarla física y psicológicamente hasta instrumentalizarla, convirtiéndola en un medio para el provecho del hombre por el cual genera dependencia emocional y material.

Por primera vez en la historia, diversas tendencias culturales y sociales entienden que no será posible establecer relaciones y condiciones de calidad humana en el siglo XXI  sin el reconocimiento del papel fundamental que juega la mujer en la era del conocimiento. Gracias al pensamiento y obra de notables mujeres liberales se le brinda a la mujer de hoy la oportunidad de ser la autora de su propio discurso y con ello la creación de sus propias normas morales para el provecho y consecución de sus objetivos, tal vez, esta nueva propuesta discursiva no contenga la promesa de una musa amante de los dioses del monte Parnaso, pero prevalecerá la certeza de que ya su vida no está limitada a ser definida por el hombre para evocar el eterno femenino contenido en una esencia etérea y mística, que configura una “mujer ideal” imposible de alcanzar, sino convertir su vida en un canto de gratitud por su alma invicta, como en el poema Invicto del inglés Ernest Henley, que sin “importar cuán estrecho sea el portal, cuán cargada de castigo la sentencia, es la autora de su destino, es la capitana de su alma”.