A raíz de los escándalos de acoso sexual en Hollywood, se ha popularizado un movimiento de protesta feminista conocido como #Me Too (#Yo también).

Recientemente, unas 100 figuras de la cultura francesa como la legendaria actriz Catherine Deneuve y la filósofa Peggy Sastre, redactaron un manifiesto contra el espíritu del mencionado movimiento.

En una interesante entrevista, la escritora y crítica de arte Catherine Millet, propulsora del manifiesto, señaló que #Me Too representa un retorno a la “moral victoriana”, un proyecto totalitario de regulación de las prácticas morales y las relaciones entre hombres y mujeres que, yendo más allá de la aborrecible práctica del acoso, quiere restringir a los hombres “la libertad de importunar” y con ello, la libertad de las mujeres a aceptar o rechazar el gesto, la insinuación, el contacto corporal o el piropo.

La respuesta de muchas feministas francesas no se ha hecho esperar. Tanto lineas ambiguas del manifiesto, como la expresión muy desafortunada de Catherine Millet:  ”lamento mucho no haber sido violada, porque así podría dar fe de que una violación también se supera”, se convirtieron en insumo para una dura ola de rechazo a las posturas del escrito. Sin embargo, debemos ir más allá de la reacción emotiva de solidaridad con las víctimas del acoso, así como de la lectura superficial del movimiento feminista fundamentalista.

Los movimientos fundamentalistas se caracterizan por una concepción dogmática de la vida donde una serie de principios innegociables, considerados inmutables, sirven de fundamento explicativo de lo real. En materia política, tienden a ser victimistas, construyen un relato historiográfico donde se asumen como las víctimas de la historia y son incapaces de percibir la complejidad de los procesos sociales más allá de un discurso maniqueísta donde los malos siempre son “los otros”.

En este sentido, para un movimiento feminista fundamentalista resulta difícil leer con sobriedad un texto que cuestione los sacrosantos principios del “poder falocéntrico”, “la cultura patriarcal” o “el machismo”. Todo lo ve en función de la contraposición masculino- femenino, dominante-dominado, sin términos medios, relaciones contradictorias y paradójicas, espacios de opacidad o situaciones ambiguas.

Por ello, no acepta como una falsa generalización decir que un solo género tenga el poder en todo los espacios y todo el tiempo –o encubre justificando que ocurre la mayoría de las veces, como si fuera un problema de estadística- niega que con frecuencia, dentro de las relaciones humanas  “la víctima” ejerce el poder y subyuga al “verdugo”, que el seductor termina siendo el seducido y que en las relaciones de pareja muchas veces el dicurso victimario se convierte en una mascarada que oculta el ejercicio tiránico del poder.

El reconocimiento de estas situaciones está implícito en el manifiesto y Catherine Millet lo ha dicho explícitamente en la referida entrevista. “En una relación entre dos individuos, siempre hay un momento borroso y ambiguo, en el que alguno de los dos no tiene claro lo que quiere”. Como también es verdad el hecho de que el intento fudamentalista de establecer regulaciones para eliminar este aspecto borroso de las relaciones sirve a un inaceptable proyecto de automatización y control de la vida humana.