Iniciaré diciendo que no soy abogado, por lo que mis conocimientos en materia jurídica son limitados; pero no por ello dejare de explicar mi visión sobre lo que está causando los recurrentes feminicidios que, lastimosamente, continúan ocurriendo en nuestra región latinoamericana y en nuestro país, que lamentablemente ocupa el tercer lugar entre los países donde ocurren mayor cantidad de estos hechos.

Según informe de la Defensoría del Pueblo, durante el año 2020 ocurrieron 132 feminicidios (de estos 94 dentro de la pandemia), cifra menor a la del 2019, cuando ocurrieron 162.

Con la Ley 24-97, que introdujo modificaciones al Código Penal, se pensó que aumentando las penas y tipificando la violencia intrafamiliar, entre otras medidas implementadas por esa ley, se lograría una disminución progresiva de los infaustos hechos suscitados por la violencia intrafamiliar.

Es conocido que la violencia de género se produce por múltiples razones, entre las que se citan la violencia física, la violencia psicológica y también la sexual. Por lo general la violencia intrafamiliar es provocada por el hombre y contra la mujer u otros de sus dependientes directos y relacionados. Es como si los miembros del sexo masculino se sintieran superiores sobre las integrantes del sexo femenino. La frecuencia de este tipo de hechos, si no se atienden con rapidez y como es debido, termina en la tragedia del feminicidio y, como se observa actualmente, con el suicidio del autor de tan deleznable crimen.

La realidad es que no hemos podido disminuir apreciablemente los feminicidios, por más esfuerzos que se han realizado. Ofrezco aquí las razones por las cuales entiendo que, si no se cambia el enfoque para combatirlo, no se obtendrán resultados positivos.

1-        No se ha podido demostrar a ciencia cierta que el aumento de las penas evite la ocurrencia de los delitos. Mas bien lo que parece ocurrir con frecuencia es que el hombre recibe una sanción desproporcionada frente a las acciones cometidas, como pasa cada vez que los imputados se les impone privación de libertad durante meses hasta “por un simple empujón”. Después del encierro, y todos saben lo que eso significa en términos de violencia física, laboral y psicológica, los agresores suelen salir de la cárcel más indignados que como entraron, con un rencor que se radicaliza, de manera que estos individuos al salir de la cárcel toman acciones sin importarles consecuencias. Como verán, el aumento excesivo en la aplicación de sanciones extraordinarias, en circunstancias tales que admitirían medidas diferentes a la cárcel, lo único que hace es promover una indetenible espiral de odio.

2-        Presuntamente la causa casi única del feminicidio es la infidelidad femenina, real o presunta. Este hecho, imaginario o real, hace que los hombres sean objeto de burla en su entorno social. Se trata de una “sanción moral”, de un “desprestigio” a su hombría, a raíz del cual es “acosado” por las mofas que se hacen de él. Por el contrario, cuando es el hombre quien engaña a la mujer, nadie se burla de ella. Una clara descripción de la mortificación que produce la infidelidad en los hombres la resume la frase de que lo que molesta “no es tanto el cuerno, sino el cuchicheo.

3-        El hombre vive atrapado en su propio machismo y por vergüenza, no denuncia todas las violencias de que diariamente es objeto por parte de las mujeres. Se han popularizado vídeos en los que se ve a las mujeres dar bofetadas, arañazos y trompones a sus parejas, mientras el hombre no se atreve a denunciar esos hechos porque a él su acendrado machismo se lo impide… pero también porque si va a buscar protección oficial por el hecho, resulta inmediatamente detenido para confirmar su declaración y casi siempre, es a la mujer a quien se le da la razón, aunque sea ella la violenta o acosadora.

4-        Aunque parezca muy difícil de creer, por datos recogidos de expertos y conocedores de la realidad en la que se cometen feminicidios, resulta que en muchos casos el hombre ha sido la víctima en esa relación (por el cúmulo de actuaciones incorrectas o por burlas recibidas), y solo pasa a victimario cuando toma la decisión de actuar contra la mujer. Es precisamente en ese momento cuando deja de ser víctima. Siendo honestos, en muchos casos ni siquiera ahí, porque muchos terminan suicidándose.

5-        Cuando un hombre pierde su libertad, su empleo, su estabilidad económica, su prestigio social por acciones incorrectas pero que no necesariamente deberían conllevar sanciones tan drásticas como las que aquí se estilan, lo único que se promueve con ello es el agravamiento de los problemas de pareja. Llevar a un ciudadano que, turbado, ha cometido acoso o ha reaccionado ante el intento de golpeo de una mujer, que ha debido ir a la cárcel y que ha sido objeto de otras tantas consecuencias… lo único que se logra es que esa persona se llene de odio e irreflexión por haber recibido sanciones desproporcionadas, lo que puede convencerlo de que debe terminar de hacer una locura, cometiendo el feminicidio.

6-        Las autoridades nunca se han sentado tranquilamente a pensar qué solución buscar a los graves problemas que acarrean las penas excesivas aplicadas al hombre, en el contexto de la violencia de género. Peor aún, cuando en verdad la justicia debiera de aplicarse con todo rigor, que es cuando matan a la mujer, no tienen casi nunca a quien aplicársela porque el victimario termina suicidándose, dejando a sus hijos en el abandono si es que no los mata también, en la más extraordinaria muestra de que se trata de una persona que llegó al límite de la cordura. De allí que deba admitirse que es totalmente irracional la actual política de prevención de la violencia intrafamiliar y de género.

7-        Deben ser los especialistas y los estudiosos de la conducta humana quienes busquen fórmulas que disminuyan la violencia intrafamiliar y de género, que se esconde en los pensamientos del hombre que, desesperado, recurre a tan funesta decisión. Quien comete esos hechos no es un delincuente, puesto que si lo fuera no se suicidara después del hecho, como ha estado ocurriendo con tan excesiva frecuencia. Cuando esto ocurre las verdaderas víctimas son las familias y en especial los hijos, que quedan huérfanos, abandonados a su suerte o a la deficitaria protección estatal.

8-        La cuestión económica no es de menor trascendencia en el tema del feminicidio. Para muchos hombres la relación con una mujer es una “inversión” económica, que en la mayoría de casos no pueden volver a realizar. No sería el caso de quien tenga recursos, hombres a quienes por lo general les sobra “la oferta femenina”. Ese tipo de hombres suele no cometer feminicidio, quizás porque su estatus económico les permite buscar “sustitutas” para aminorar sus penas, no así el que no los tiene, que se siente atrapado en su miseria e impotencia.

9-        La ley obliga siempre al hombre a las cosas, pero no suele reclamarle nada a la mujer. Para ellas no parecen existir deberes ni comportamientos negativos o desviados. Esa visión “de un solo ojo” campea por sus fueros en todas las instancias judiciales encargadas de la violencia intrafamiliar y de género, auspiciándose con ello una protección indebida del mal proceder de algunas mujeres. Ese tipo de situaciones tiende a empeorar no solamente las relaciones entre hombres y mujeres (porque ellas suelen utilizar como arma la amenaza de la acción ante la justicia para dirimir diferencias), sino que, además, dificulta la solución de los conflictos e impulsa a quienes consideran que nunca tendrán razón, a tomar decisiones trágicas que de otro modo hubieran podido no tomar.

10-      La mente turbada del feminicida es, por lo general, la de un suicida. No se entiende cómo el aumento de las sanciones o de las penas detendrán a un hombre que va a matarse, como si el que está resuelto a quitarse la vida le importara eso. No existen métodos “seguros” para afrontar tal situación.

Hay que incrementar la prevención, las formas de evitar que los problemas de pareja lleguen a esos niveles sin que ninguna instancia intervenga para generar alguna clase de acuerdos. Manejar la situación solamente pensando en que “hay que proteger a la mujer”, que es lo que se hace en la actualidad, no está ofreciendo resultados positivos para nadie, ni para la mujer, ni para el hombre, ni para las familias ni para el Estado.

Hay países en los que se ha optado por despenalizar la violencia de género o doméstica, como ha ocurrido en Rusia. Cuando menos parecería una solución aplicable de manera limitada, a casos que no revistan gravedad según opinen psicólogos u otros expertos que los analicen. No estoy seguro de si eso ha dado verdaderos resultados, pero sí sé que las penas excesivas sólo promoverán más violencia, más odio y más rencor; de que siguiendo este camino no se resolverá este grave problema del feminicidio, que se presenta tan agresivamente en nuestras sociedades.

Lo correcto es que evalúen hechos y situaciones de forma particularizada al caso y las personas envueltas, que la justicia deje de actuar con el único interés de aplicar sanciones supuestamente ejemplarizadoras que a nadie ejemplarizan.

Cada caso tiene sus particularidades y debe tratarse profesionalmente de esa misma manera, caso por caso, actuando con decisión quirúrgica, no cometiendo excesos contra ninguna de las partes porque el odio se hace irrefrenable cuando se aplican penas excesivas o injustas. Ni los barrotes de la cárcel ni la amenaza de condena social impedirán el acto atroz del feminicidio, en el que no sucumbe solamente la mujer sino también un hombre desesperado y turbado, que también deja sus restos mortales como prueba irrefutable de que no es un delincuente más.

La sociedad está urgida por los hechos a buscar soluciones reales a esta pandemia de violencia de género que abate al núcleo social más básico, la familia. No se puede continuar protegiendo a una sola de las partes, a la mujer, sino que se deben crear centros de atención y fórmulas de intervención no jurisdiccional para los hombres, de manera que existan espacios en donde estos se puedan desahogar tanto de las penas que les afligen como de las inconductas que atribuyen a sus parejas o exparejas; que permita escucharles como forma de disminuir esa carga emocional que llevan tan dentro, para que se puedan conducir por un tránsito de sosiego, en medio de la aflicción de la que son objeto. Para ello hay que utilizar más psicólogos, siquiatras, consejeros espirituales y expertos en diferentes formas de intervención psicológica y conductual, para lograr, con paciencia y seguimiento, lo que la justicia inquisidora actual no está logrando.