Dicen que el fin de la vida humana es ser feliz, que si hay algo realmente importante es la felicidad. El ser humano es capaz de abandonarlo todo para zarpar en su búsqueda. Otros señalan que es un sentimiento; otros, que es un estado anímico de más larga duración que un momento de placer; otros que está en el camino y no en la meta de llegada. En fin, bien lo decía el estagirita, parece que no nos ponemos de acuerdo en qué consiste: si en el placer, en la alegría duradera, en la orgía perpetua, en el honor, en el dinero. La felicidad no ha sido un tema más para la filosofía, sino el espinoso tema.

La felicidad nació como un tema propiamente filosófico, en la cultura griega antigua resultó ser el centro de la reflexión ética de modo que fue fácil conjugarla con la vida virtuosa. Allí la ecuación era simple, si quieres ser feliz debes ser virtuoso; no hay otro modo de ser feliz si no es a través de la vida virtuosa, de la excelencia o perfectibilidad de la vida humana.

Luego, la modernidad filosófica declaró que era un tema que debía dejarse atrás; la ciencia era lo importante, por tanto, debían enfocarse en la generación de saberes científicos con los cuales mejorar la calidad de vida de la humanidad. De este modo, la felicidad sería lo mismo que decir progreso; este último representado como una experiencia colectiva mientras que la felicidad estuvo restringida a la experiencia individual.

La noción de éxito hizo un cambio radical en la comprensión de la felicidad. Se separó de la felicidad la vida práctica, en donde la acción sensata formaba un carácter pleno, prudente, virtuoso. La fama ya no era la realización de hechos gloriosos o heroicos, como en la antigüedad griega, sino estar en boca de todos, la presencia permanente en la vida social mostrando un modo de vida cargado de lujos y placeres que distinguían a quien lo poseía del resto de los mortales. La fotografía y el cine llevaron al punto más alto esta nueva representación de la felicidad y la restringieron a la experiencia de unos pocos; el vulgo, los demás, no tenían derecho a ser feliz. La televisión convirtió la felicidad en un sueño inalcanzable, generador de historias que la mostraban como el resultado milagroso de una fuerza externa; tras las vicisitudes, un príncipe azul restablecía ese estado de bienestar apetecido por el protagonista. El “daimon” griego se convirtió en el príncipe de Disney.

Mas tarde, la felicidad pasó al mundo de los psicólogos, por tanto, conocer los traumas de tu niñez y aprender a convivir con ellos fue parte de su fórmula terapéutica para llegar a la felicidad; ese estado de bienestar interior resultado de la experiencia sanadora o reparadora del pasado. De ahí, pasó a los textos de autoayuda y/o a la mala literatura; desprestigiándose totalmente ya que establecían la fórmula química para obtenerla o los siete pasos para ser feliz por siempre. Hoy noto la vehemencia con la que los coaching pretenden ayudarte a ser feliz mientras le retribuyes con sus honorarios.

De todo el periplo anterior deduzco algo simple y complejo a la vez: la felicidad es un imaginario social. No digo que la felicidad es un producto de la imaginación, esta última como facultad para producir imágenes de realidades mentales, esto es, representar contenidos mentales; sino, un imaginario social, es decir, un instrumento de producción de significaciones en la vida social, un esquema generador de sentidos, socialmente compartidos, sobre la vida, las personas, la realidad, sobre sí mismo.

Lo interesante de entender la felicidad como un imaginario social es su maleabilidad, su capacidad de ajustarse a cualquier contexto social e histórico. En todo momento y en cualquier contexto social, la felicidad se erige como norte de la vida o como producto apetecible. Ese es su hándicap. Por eso los mercaderes de la felicidad están a la puerta, al acecho como el mal originario, para venderte el camino más corto de llegar a ella, si es que se trata de un llegar.

La felicidad como un imaginario social hay que situarla de lado de los mitos duraderos y tercos.