La felicidad es el único derecho inalienable que no se confiere libremente. Es, más bien, un derecho a definirse en lo particular, gestionarse con el corazón a todo dar, y, eventualmente conquistarse, preferiblemente sin tener que convertirse en esclavo de lo conquistado.
Vida y libertad son las precondiciones para granjearse la verdadera felicidad. Siendo estas precondiciones innatas en todo ser humano que nace, la felicidad es algo alcanzable y realizable en todo el sentido.
Se podría argumentar que si bien la vida es una condición ininterrumpida en la existencia de todo ser humano hasta su muerte, la libertad no está perennemente presente en todas las etapas y aspectos de la vida en sí.
Juan Jacobo Rousseau puntualizó hace más de dos siglos que “el hombre nace libre, pero por todos lados está encadenado.” Por tanto la libertad, inalienable y libremente conferida, está paradójicamente condicionada por toda una gama de realidades circunstanciales.
Algunas de estas realidades – nacionalidad, familia, sexo, color de piel – son inescapables. Otras, la gran mayoría en mi opinión, son producto de nuestras decisiones. . . o indecisiones. Ahora, todas y cada una de las realidades circunstanciales que conforman la vida de un individuo, en definitiva, afectan, para bien o para mal, su capacidad de ser feliz.
Más allá de toda explicación epistemológica de la felicidad, me parece, a final de cuentas, que para obtenerla el ser humano tiene que prestar atención a lo que dice la primera y última sílaba de la palabra.
La primera nos dice que tengamos fe. Siendo la fe “la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve” tenemos en ella la capacidad de ser felices trascendiendo toda realidad palpable que nos diga lo contrario.
“Dad” es la ultima sílaba. Siendo esta la del acento prosódico, debemos tomar su contenido como una orden “dando por gracia lo que por gracia hemos recibido.”
De manera que teniendo lo primero y haciendo lo último que nos indica la palabra obtendremos lo que la misma tiene que ofrecer: plena e imperecedera ¡felicidad!