Es un lugar común pensar que el concepto eudaimonia es la expresión griega para lo que comúnmente llamamos “felicidad”. Así lo aprendimos de los manuales de filosofía y así lo repetimos a nuestros alumnos. Hannah Arendt en La Condición Humana (Paidós, 2005) va tras la etimología del vocablo y nos advierte lo siguiente:
Primero, eudaimonia “no significa ni felicidad ni beatitud” (p.220). Regularmente desarmamos el vocablo griego en su prefijo “eu” (bueno) y su raíz “daimon” (demonio o hado personal). El daimon, según las fuentes alternas a los filósofos griegos no poseía las connotaciones religiosas que le damos y no necesariamente designaba las inescrutables fuerzas del destino en vistas a que el destino es algo establecido previamente y el daimon solo podía establecerse al final de una vida.
Segundo, “literalmente significa algo como el bienestar del daimon” (ibíd.) puesto que no puede traducirse o explicarse en su sentido neto. De todos modos, quería decir como una especie de “santidad”, pero sin matiz religioso nos dice la autora, que solo aparecía para los otros ya que su posición, detrás de los hombros, no permitía que el individuo lo viera. El daimon solo era visible en la forma en que se aparecía a los otros, por tanto, estaba ligado al aparecer en público, visible para todos, pero no para su poseedor. Parafraseando a la autora, el daimon permitía la identificación del “yo”, pero jamás el reconocimiento de sí mismo. Los otros veían, de alguna manera, esa “identidad distinta” que se ocultaba para uno mismo. Por ello es que la eudaimonia en el mundo griego es un fenómeno ligado a la esfera pública, al aparecer a la vista de todos, cuya revelación del agente del mundo político se hacía a través del discurso (la palabra sobre las cuestiones comunes) y la acción (propia a la vida pública o política griega).
Tercero, el daimon no estaba sujeto a cambio. De ahí su asimilación a las fuerzas de un destino fijado por otras manos. Contrario a la “felicidad, que es un modo pasajero, y a diferencia de la buena fortuna, que puede tenerse en ciertos momentos de la vida y faltar en otros, la eudaimonia, al igual que la propia vida, es un estado permanente de ser” (Ídem).
Esta permanencia de ser solo es tangible al final de la propia vida, cuando la acción y el discurso han cesado y su continuación solo es posible a través de la ejemplaridad, del buen nombre y de la buena fama o buena memoria. Por esto es que vivir bien y ser feliz eran lo mismo en el mundo griego y cuando digo vivir bien es bajo el imperativo de una vida ética o al menos de una vida plausible de creerla como digna.
La historia, el relato que se construye con lo dicho y lo hecho en el conjunto de toda una vida, la narratividad de la vida, es la única manera de hacer tangible el quién del agente, su identidad personal. Por ello es la particular vinculación entre la eudaimonia y el final de la vida. Solo al final de todo es cuando podemos reconstruir fragmentariamente la unidad de una vida.
Siempre aposté a una extraña convicción: de la felicidad solo se habla en pasado y narrativamente. Ahora traduzco esta convicción a estos términos: lo particularmente propio, como individuo que se forja en persona, es revelado al final de la vida, cuando el discurso no puede ser dicho nuevamente, sino que pasó a la permanencia frágil de la memoria y cuando las consecuencias inevitables de la acción ya no me pueden ser imputadas. Mientras tanto, en la medida en que nos movemos en la fragilidad de los asuntos humanos, el daimon ya no es felicidad, sino esa otra identidad que se revela a los demás (en mi actuación y mi padecer) y que se oculta de mí mismo.
Nos dice Arendt “solo el hombre que no sobrevive a su acto supremo es el indisputable dueño de su identidad” (p. 221). Mientras tanto, dejamos a un lado la felicidad y su manera vulgar de obtenerla, la acumulación de riquezas a toda costa, y pensemos en la ejemplaridad de una vida virtuosa, cabalmente divina.