[Lo que sigue es la reproducción parcial y ligeramente enmendada de un artículo sobre un tema que he abordado en varias ocasiones, siendo la última vez en esta misma columna el 18/3/2016].
El principal aporte del escritor y semiólogo italiano Umberto Eco al estudio del pensamiento político contemporáneo es el de haber resaltado, en su célebre ensayo “Fascismo eterno”, que el fascismo, a pesar de sus rasgos autoritarios, “no era cabalmente totalitario”, lo cual atribuye a “la debilidad filosófica de su ideología”, es decir, al hecho de que “no tenía una filosofía propia” sino que tan solo contaba con “una retórica”. A juicio de Eco, “el fascismo era un totalitarismo difuso”, no constituyendo “una ideología monolítica, sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas”, caracterizado por un conjunto de propiedades, 14 en total, que contribuyen a comprender, para usar una frase de Freud, el “malestar cultural” que sufren nuestras sociedades. Lo novedoso de la aproximación de Eco es que, para el escritor, “es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos y siempre podremos reconocerlo como fascista”, bastando incluso con que una de estas características “este presente para hacer coagular una nebulosa fascista”.
Hay algunas de las propiedades del fascismo apuntadas por Eco que no son tan ostensibles en la actualidad, por lo menos en el ámbito latinoamericano (1. culto a la tradición; 2. rechazo del modernismo; 9. principio de guerra permanente, antipacifismo; 10. elitismo; 11. heroísmo, culto a la muerte.; 13. oposición a los gobiernos parlamentarios, por ejemplo), pero hay otras que vienen como anillo al dedo a la situación que enfrentan algunos de nuestros países. Así, es más que notorio como en la prensa y en las redes sociales (y sus géneros literarios del tuit y del post), cada día es más frecuente una peligrosa jerga que fomenta: 3. el culto de la acción por la acción (“pensar es una forma de castración”); y 4. el rechazo del pensamiento crítico, lo que impide operar distinciones, que es “señal de modernidad” y lo que propicia que se considere que “el desacuerdo es traición”. Por ello, en el caso dominicano, no es casualidad que toda crítica legitima y permitida por nuestro ordenamiento a las leyes y sentencias en materia de nacionalidad e inmigración sea vista como un acto de “traición a la patria”.
La tesis del fascismo eterno aplica perfectamente a Republica Dominicana en lo que respecta al rasgo No. 5: el miedo a la diferencia. Lo que caracteriza en sus primeros estadios al fascismo es el llamado contra los intrusos, sean los inmigrantes, los pobres o los homosexuales. Ello explica por qué los mismos grupos ultra nacionalistas que apoyan la desnacionalización de los dominicanos de ascendencia haitiana y que promueven el odio a Haití y a los inmigrantes haitianos son los mismos que se oponen al derecho de los miembros de la comunidad LGBT a ser tratados sin discriminación -como quiere y manda la Constitución dominicana en su artículo 39- y que denominan “feminazis” a las feministas. Esto conecta con la característica No. 12 del fascismo eterno: la “transferencia de la voluntad de poder a cuestiones sexuales”, lo que implica “machismo, odio al sexo no conformista” y homofobia visceral.
Por otro lado, una de las características fundamentales del discurso fascista es el nacionalismo y la xenofobia que se manifiestan por una “obsesión por el complot” (No. 7). Todo fascismo parte de una teoría de la conspiración: en el caso de los nazis, el plan de dominación mundial de los judíos. En nuestro país, la teoría de la conspiración más extendida es la supuesta “fusión de la isla” que perseguirían las grandes potencias. Curiosamente, este mito se origina en la propuesta de Joaquin Balaguer de una confederación dominico-haitiana, expuesta por vez primera en la década de los 40 del siglo XX y reafirmada en los 80 en su libro “La isla al revés”. Todo esto conecta con la propiedad No. 8 del fascismo: la “envidia y miedo al enemigo”. Estos se manifiestan, en el caso de los ultranacionalistas dominicanos, en el señalamiento del poderoso lobby haitiano en los Estados Unidos y sus lazos con el establishment estadounidense.
Es importante resaltar que el fascismo puede ser populista si cuestiona la democracia parlamentaria: pero no necesariamente fascismo y populismo coinciden. Se puede afirmar entonces, junto con Pablo Piccato y Federico Finchelstein, que “todos los fascismos fueron populistas, y no todos los populismos son fascistas, aunque pueden retomar los caminos del fascismo”.