Si me decido a votar sin una ley de partidos, haría con la boleta lo que no permite la ley electoral, a menos que alguien me convenza de que vale la pena hacerlo. Como se ha rechazado sumariamente el pedido ciudadano de que se abra un recuadro para permitir el voto de rechazo a las candidaturas al Congreso y los municipios con las que los electores no comulguen y los partidos no quieren primarias, mucho menos las abiertas, no me quedaría más remedio que hacer un ejercicio individual de un derecho conculcado en la práctica electoral.
Para reivindicar el derecho que se me niega, tomaría la felpa, dibujaría un recuadro grande en alguna esquina de la boleta para el Congreso y la Alcaldía y le marcaría una cruz o simplemente escribiría sobre él las palabras “por ninguno”. La diferencia entre este ejercicio de frustración electoral y la posibilidad de que se instituya esa modalidad del sufragio es que en el primer caso el voto se anula y en el segundo se contabilizaría. De esa forma quedaría establecida la verdadera fidelidad del electorado, la popularidad de los candidatos y la legitimidad real de los más votados, lo que buena parte de nuestros políticos no quieren descubrir.
Algunos pensadores dicen que votar es una obligación. Tal vez lo fue en una temprana etapa de la práctica democrática dominicana. Pero esencialmente el voto es un derecho. Y como tal se ejerce a discreción. Nadie puede ser forzado a usarlo. Bajo determinadas circunstancias, la abstención es un voto de conciencia. El peor de los daños que podemos hacernos como nación es el de seguir votando por votar, sin darle a ese derecho el valor que realmente tiene. Votar sólo para cumplir con lo que se estima un deber u obligación es un terrible error. Hay que ir a las urnas con plena conciencia de lo que ello significa, honrando ese acto cívico votando a favor de quienes verdaderamente lo merezcan.