En una democracia, los gobiernos están en la obligación de rendir cuentas de cuanto hacen. Pero esa es una práctica universal desconocida en nuestro país. Aquí prevalece el criterio de que  es el pueblo  quien está obligado con los gobernantes, lo cual es una perversión del sistema y una forma de entenderlo basado en un concepto arcaico de cómo ella funciona. Organizaciones sociales se quejaban esta semana de la poca transparencia en las actuaciones del gobierno, debido al  enorme poder discrecional de los funcionarios que se creen muchos de ellos por encima de la ley,  razón por la que legislaciones como la de Libre Acceso a la Información Pública sean sólo textos inservibles.

El problema radica en la excesiva atribución presidencial en el sistema político dominicano, que todos en la oposición han prometido reducir y que una vez en el poder incrementan hasta lo inconcebible. Por eso, nuestros avances en materia democrática han sido muy tímidos y todavía vivimos bajo un régimen presidencialista y populista en el que un mandatario posee la magia de cambiar la suerte y tranquilidad de los ciudadanos con un decreto o un discurso. Lo cierto es que la posibilidad de un cambio o mejora en ese aspecto de la vida política nacional continúa siendo una ilusión. Y los reclamos de transparencia un grito perdido en el espacio.

La reelección con un período de descanso, restablecida en la última reforma para permitir el regreso de un presidente en retiro, congeló en gran medida los esfuerzos por mejorar el débil sistema democrático dominicano. No está lejano el día en que nuevamente se vuelva atrás y la continuidad sin límites se imponga, porque en el fondo ese parece ser el motivo que la inspiró y porque , además, la sociedad dominicana es un rehén de los clanes políticos y la impunidad es la mejor aliada de la corrupción, con la que hemos aprendido a vivir sin sonrojo alguno. Los temores alrededor de esa posibilidad están latentes aunque no se hable de ello, lo que muestra cuán frágil es nuestra institucionalidad democrática. Las enmiendas constitucionales no han sido el fruto de una voluntad para mejorar el sistema, sino de los intereses particulares de la clase política.