En mis tiempos de infancia idolatrábamos a las maestras. Eran tiempos en que la autoridad se legitimaba en la tradición y la función que desempeñara tal oficio en la comunidad. Una maestra tenía ese sagrado oficio de acercarnos al mundo del conocimiento y las buenas costumbres. Se partía de la premisa de que solo el conocimiento podía civilizarnos y mientras más obedecíamos a quien poseía tal o cual conocimiento, puesto que lo había adquirido por un medio distinto al de la experiencia común, mejor éramos como persona. Aquí se describe a grandes rasgos las primeras dos falacias en torno al magisterio, su función civilizatoria y la autoridad que se le otorga. La civilización o socialización en lo estimable como bueno y saludable para la colectividad compete a todo ciudadano y a todo quehacer profesional. La autoridad que se le debe otorgar no es a quien realiza el ejercicio, sino al conocimiento que se construye socialmente.
Las profesiones tienen un alto componente social en vista a que responden a una necesidad colectiva; la demanda de un mismo servicio por la comunidad humana requiere de un cuerpo profesional que responda a ella y para la cual está cualificado. Esta cualificación se hace hoy en día a través de las instituciones de enseñanza especializada. Ser maestro requiere el mismo grado de profesionalidad, por decirlo de algún modo, que ser doctor o ingeniero. No hay nada de especial en ser maestro, a no ser la propia interpretación que le da el sujeto que ejerce su particular quehacer. Por tanto, es una falacia pensar que el magisterio es una vocación altruista que se practica por una especie de llamado superior. Según Martín Lutero toda profesión es un llamado a la realización y consecución de la vida, por eso no distinguió entre el ejercicio de una actividad profesional y la llamada religiosa. Pero esa es la interpretación de Lutero, signada bajo el prisma de una convicción religiosa neurótica. La colocación de ese halo divino a toda profesión es tan patética como colocar al ejercicio del crimen una vocación.
La persona que se dedica al ejercicio del magisterio no tiene por qué mostrar una moral intachable. En el afán social por brindar modelos de conductas a las nuevas generaciones se ha pensado que el maestro es el que debe cargar con el peso moral de la ejemplaridad pública. En tanto que profesional, el ejercicio del magisterio demanda de una ética profesional y no de una moral social particular. Tampoco se debe estar exento de moral, en modo alguno, pero debe estar ajustada a la reflexión ética del individuo, por un lado, y la ejemplaridad pública compete a toda persona pública y a toda profesión, por el otro lado.
En mi modo de ver las cosas, constituye una falacia pensar que el docente debe ser un investigador que aplique el conocimiento producido al aula. Si hablamos en términos de educación superior, esta tesis es plausible. Ciertamente las universidades tienen un componente de investigación y producción de conocimiento que es ineludible. Pero no así la educación básica ni la secundaria. No hay razón para ser investigador en párvulo, lo que se debe ser ahí es un artista, un buen pedagogo en su expresión originaria de un “buen conductor de niños”. Recordemos que en la antigüedad clásica el pedagogo no era quien enseñaba, eso lo hacía el maestro revestido de sabiduría y el poder que le otorgaban los años de dedicación a la reflexión y producción del conocimiento.
Una falacia muy común es que a mayor grado en el que se presta el servicio del magisterio, mayor debe ser la paga. Un profesor universitario no tiene por qué ganar más que un profesor de párvulo si ambos tienen la misma titulación. La jerarquización de las prácticas educativas no se corresponde con el desempeño y la prioridad social otorgada a los procesos educativos. La prioridad social debe estar en párvulo, por tanto, debe exigirse más titulación y brindarse más paga a este profesional que al docente universitario. La jerarquización de la vida social nos hace pensar que esto es lo normal, quien está arriba en el escalafón debe ganar más que quien está en la base.