Una corta estancia de mi querida tía Evelia y su esposo Henri, el 2 de octubre en la Ciudad de México, coincidió con el 50 aniversario de la matanza de Tlatelolco, donde perdieron la vida cientos de estudiantes universitarios y ciudadanos mexicanos, asesinados por fuerzas policíacas de este mismo país, durante el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz en 1968.
El paseo tranquilo originalmente previsto para agradar a nuestros parientes fue imposible. La Plaza de las Tres Culturas, en la sección de Tlatelolco, lugar de los hechos y las zonas aledañas estaban inaccesibles. Tratamos de movernos con mejor fluidez por las colonias más alejadas del lugar donde se celebraba el acto conmemorativo. Sin embargo, todavía en esas, era complicado avanzar. Decenas de autobuses con placas de otros estados, Morelos, Jalisco, Toluca, Puebla y más, nos cruzaban por doquier. La memoria colectiva tomó las calles. Las vidas de los asesinados aquel triste día y la reflexión de los mexicanos respecto de cómo el evento cambió al país, estaba ahí afuera en la calle, entre la gente.
La efeméride pidió prestado el día a los museos y a los archivos. En lugar de ir a visitar la historia a un sitio cerrado, donde se resguarda y explica bastante bien el evento de la matanza, ese día la historia salió a nuestro encuentro. Con sobrado permiso, nos interrumpió en nuestro interés particular de pasear a la tía.
Esa memoria colectiva viva, movilizada, latente, ha sido el resultado de muchos trabajos y esfuerzos. Existen diversas obras de la autoría de Carlos Monsivais, Octavio Paz, José Revueltas, Elena Poniatowska, entre otros, así como, documentales y más recientemente una teleserie, que rescatan del ocultamiento las causas que provocaron la Matanza de Tlatelolco y las circunstancias crueles en que ocurrieron. La pluralidad de investigaciones aporta nuevas verdades.
A propósito de las voces que se unen en un pedimento de sacar a Pedro Santana del Panteón Nacional a las que me sumo, sería muy oportuno aprovechar el evento para convocar hasta las calles a los dominicanos. Hagamos de su salida, una conmemoración del pensamiento democrático y la lucha anticorrupción. Como bien explica Amaury Reyes-Torres, en el imperdible artículo publicado en este mismo diario, hace apenas unos días, es peligroso mantener una historia única. Divulgemos aquella sobre Santana, sospechosamente velada.
En ocasión de la conmemoración mexicana antes referida, se tomó una decisión oficial de desvincular el nombre del presidente Gustavo Díaz Ordaz de ciertos espacios públicos. Ha dejado de ser un tabú, retirarle ciertos honores. El gobernante, presidente de México en el sexenio 1964-1970, es recordado por llevar a México a una de sus mejores épocas económicas y por la represión sistemática y abierta que mantuvo, al punto de señalarse a sí mismo responsable de la tragedia mencionada, como si se tratara de un accidente histórico fortuito.
En ese sentido, las autoridades mexicanas, 50 años después, retiraron este año seis placas ubicadas en el Sistema de Transporte Colectivo, Metro y en la Sala de Armas de la Magdalena Mixcuca, colocadas en su tributo. La posición oficial indicó que tales placas habían cumplido su ciclo histórico y no estaban ya en consonancia con la forma de pensamiento del mexicano actual. Sin embargo, no se dejaron en esos lugares, informaciones o señalamientos explicativos. Las placas conmemorativas colocadas en obras inauguradas por el presidente Díaz Ordaz, simplemente fueron retiradas.
Representantes de la sociedad civil mexicana señalaron que ese retiro pasivo había sido un error. Una opinión en particular me pareció bien interesante; recomendaba dejar las placas originalmente fijadas en tributo a Díaz Ordaz y debajo poner otras que explicaran por qué las originales habían perdido su validez histórica. Esa persona muy sabiamente decía: –No borremos la historia, hagámosla más amplia y comprensible.
Sacar a Pedro Santana por su conocido rol histórico en la decisión de anexar al reino de España el territorio libre y soberano de la República Dominicana, dos décadas después de alcanzar su Independencia, entre otros pasajes oscuros de su trayectoria, hace tiempo que debió hacerse. Una niña estudiante de 4to grado de primaria es capaz de llegar a esa razonada conclusión, luego de estudiar su pequeño manual de historia dominicana. No obstante, hace 40 años Pedro Santana yace como una gloria en el Panteón Nacional dedicado a los próceres dominicanos.
Hace poco, gracias al trabajo enjundioso de la magnífica periodista, historiadora y escritora Emilia Pereyra, fueron descubiertos datos gravísimos, que implican la aceptación de un soborno por Santana de mano de Isabel II, entonces reina de España. Si acaso anexarnos de regreso a España, no era motivo razonablemente antidemocrático, a criterio de quien lo introdujo allí en 1978, el presidente Joaquín Balaguer; esperemos que las actuales autoridades responsables de la decisión, se sientan suficientemente edificados con la nueva evidencia. La nacionalidad, que costó dos veces baños de sangre, tanto en las luchas independentistas, como las restauradoras, fue apenas un trueque de un negocio privado y corrupto de Santana.
Su expulsión de ese lugar solemne dedicado a honrar a quien merece y de tal manera dar sentido de dirección a las nuevas generaciones es inaplazable. Pero además, debe hacerse muy bien, para no cometer el mismo error criticado por la sociedad civil mexicana a su sector oficial, en la decisión de retirar las placas del ex-presidente Díaz Ordaz sin más. Hagamos explícita y conocida al visitante turístico, a los estudiantes, a toda la comunidad, los motivos de entrada y salida de Pedro Santana a ese mausoleo, con una sentencia histórica organizada ya no por autoridades, sino espontáneamente por la sociedad civil, donde hay excelentes historiadores e intelectuales independientes.
El Panteón Nacional es un espacio público interesante, pero mudo en explicaciones respecto de por qué los restos de esas personas son conservados en el rigor del más alto honor. Podría tener al menos, una sala adjunta que ofrezca al visitante turístico, estudiantil y general, un breve y moderno audiovisual informativo. Si logramos sacar a Pedro Santana, en esa misma sala deben exponerse los motivos de la expulsión. No se trata de borrar la historia, sino de ampliarla, de explicarla, como señalaba el representante de la sociedad civil mexicana antes referido. Sería insuficiente e incluso contraproducente sacarlo, sin explicar que permaneció entre nuestros próceres por 40 años. Ese capítulo es clave en la motivación de la decisión. Si no se deja esa huella la lección clave no sería alcanzada.
Innegable mi emoción cuando al seno del panteón, encuentro los restos de mis admirados Eugenio María de Hostos, Salomé Ureña de Henríquez y Pedro Henríquez Ureña. Al tiempo, no dejo de preguntarme que habrían opinado ellos de saberse yacientes en un museo construido por Rafael Leónidas Trujillo adornado con una espectacular lámpara donada por Francisco Franco. No quiero, ni debo condenar al panteón como recurso museográfico, el que además cuenta la historia de la presencia jesuita durante la colonia. Sin embargo, opino que es un espacio que necesita elementos que reflejen la forma de pensar del dominicano actual. Es un cementerio pasivo, poco elocuente y me imagino que si eres un europeo y te sacan de Punta Cana o un niño y te interrumpen un buen paseo para ir a verlo, es además, hasta muy aburrido. Nos falta también, celebrar las vidas de estas personas, donde ocurrieron. Los inmuebles en los que varios de ellos nacieron, vivieron y transformaron nuestros destinos permanecen abandonados y culturalmente desaprovechados.
En la adolescencia aprendí de mi hermano Guaroa, entonces estudiante en el Colegio la Salle, una frase que se le conoce a Pedro Santana y tal parece que decía mucho. Su maestro, el historiador Emilio Mella Chavier, contaba a sus alumnos lasallistas que Pedro Santana, hombre rústico, harto de sus labores burocráticas en Santo Domingo, más amigo del hato que de la democracia, buscaba su caballo y decía: -Me voy pal Padro- refiriéndose a su finca en El Seibo, el Hato del Padro, cuya regencia obtuvo al casarse con la viuda de un hatero. Previo a eso, Santana, en las palabras de Juan Bosch, no era más que pobre diablo. El tiempo lo reveló como representante el caudillo oportunista por antonomasia. Sería una magnífica idea mandarlo para allá, “pal Padro”. Santana fue el mejor aliado de la economía hatera. Que vayan sus apologistas, que no son otros que los herederos de aquel que lo llevó en 1978 al Panteón Nacional, en un acto cínico ocurrido a pocos días dejar la presidencia, a regocijarlos a con recursos propios a los dos.
Expulsar a Santana del Panteón Nacional, visto que su presencia insulta valores democráticos y por ende a nosotros y a otros allí sepultados será importante. Antes, en una expresión civil, espontánea, colectiva y digna, celebremos su salida en la calle con una fiesta y documentemos con una instancia declarativa, los motivos de nuestro regocijo.