Muchas veces se dice que determinado país no es “democrático” porque no se respetan los derechos y libertades de las personas o que aquel otro no es un “Estado de Derecho” porque al pueblo le es prohibido elegir a sus gobernantes. Cuando se habla así se desconoce que “democracia” y “Estado de Derecho” son dos principios jurídico-políticos fundamentales distintos: el principio democrático se funda en la elección de los gobernantes por el pueblo en tanto que el Estado de Derecho presupone que todo poder, aun –o mejor dicho, incluso, con más razón- si es democrático, debe estar limitado constitucionalmente pues, como afirmaba Lord Acton, “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Esto hay que tenerlo en cuenta para entender el camino recorrido por el sistema político de Venezuela en estos últimos 20 años. Todo comenzó con el pecado original, lo que Allan Brewer Carías ha denominado el “golpe de estado constituyente”: la asamblea constituyente venezolana en 1999, si bien no detentaba el poder constituyente originario, pues era simplemente un poder constituido que debía actuar dentro del marco establecido para su elección y funcionamiento, amparada en su nombre de “constituyente”, entendió que era un poder supremo, extraordinario, soberano, unitario e indivisible, como lo quiere la teología política de Sièyes, e ignorando adrede el mandato conferido por el pueblo venezolano al momento de la elección de los constituyentes, se autoproclamó poder constituyente originario, suspendió la Constitución de 1961, sustituyó e intervino el resto de los poderes constituidos, los que quedaron subordinados totalmente a la asamblea constituyente y debieron cumplir y hacer cumplir los actos jurídicos que emanaron de ésta, pasando así la asamblea constituyente no a reformar la Constitución, como era el mandato original y único del pueblo soberano que la eligió, sino a gobernar directamente el país, en lugar de los mandatarios elegidos para ello por el pueblo.

Con la elección de Hugo Chávez, Venezuela comenzó a transitar los senderos de la democracia personalista y plebiscitaria, esa prevista por un pensador de credenciales liberales intachables como Max Weber, para quien “el pueblo elige un jefe”, un dictador, que no es más que “un hombre de confianza de las masas, elegido por sus cualidades y al cual ellas se subordinan todo el tiempo que el posea su confianza”. Y es que, debemos decirlo sin rubor, una democracia, como preclaramente advirtió Carl Schmitt, puede “ser realizada en la identificación del pueblo con un líder popular y carismático, en una forma más perfecta que en el estado de derecho”. En ese sentido, casi hasta el final los gobiernos de Chávez fueron democráticos aunque en modo alguno liberales, pues una a una y poco a poco las libertades y derechos fueron limitados y violados, comenzando con las libertades económicas de la libre empresa y la propiedad y terminando con los derechos de expresión y de participación política, como lo demuestra la agresiva política de expropiaciones y nacionalizaciones, la presión sobre los medios de comunicación y la gran cantidad de presos políticos.

Pero esa democracia populista antiliberal de Chávez que, pese a todo, se legitimaba, mal que bien, en constantes y continuos procesos electorales con participación de la oposición –aunque ello no significase que se estuviese en presencia de una democracia “participativa” o “ciudadana”- hoy, con Nicolas Maduro, triste remedo y muy lejano del carisma de Chávez, cuando el populismo “bolivariano” es impopular, tras años de apelarse desde el poder a la manifestación del pueblo soberano, comienza a restringir las manifestaciones de ese pueblo en las calles y por la vía constitucional del referendo y, mediante una “alquimia interpretativa” (Sagues), que más bien es un “maltrato constitucional”, un verdadero “Derecho degenerado” (Rüthers), por parte de un Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) que, contrario a su reticencia de declarar inconstitucionales los actos aprobados por la súper mayoría chavista en la Asamblea Nacional y violatorios del Estado de Derecho, comienza ahora a anular todos los actos de una Asamblea Nacional dominada por la oposición al chavismo, conformándose así un repertorio jurisprudencial de desafueros y barrabasadas jurídicas digno de una antología universal de la infamia jurídica. Con este paso, la democracia autoritaria del chavismo original deja de ser democracia y se convierte, bajo Maduro y comparsa, en una verdadera dictadura, pues ya no solo es que se limitan las libertades propias del Estado de Derecho como en los tiempos de Chávez, sino que los derechos de participación política de los electores y de los representantes quedan tan severamente limitados que lo que queda es simple pantomima, como lo revela la reversa que, en cuestión de horas, dio el TSJ a algunas de sus decisiones más ignominiosas, tras previa censura de los poderes políticos, lo que demuestra su clara, servil y total obediencia a estos poderes.

Venezuela demuestra que lo que comienza como un supuesto renacer de la democracia del pueblo puede terminar no solo enterrando las libertades del Estado de Derecho sino las propias libertades democráticas. Pero… ¿cómo salir de este atolladero? Pinochet convocó un plebiscito, perdió, aceptó sus resultados y transfirió el poder a un presidente electo por el pueblo. En Venezuela, el régimen cerró la vía al referendo revocatorio reclamado por la oposición. Parecería entonces que es más fácil salir de una dictadura que respeta ciertas libertades –aun sea las económicas-, los llamados “liberalismos antidemocráticos”, al estilo del Chile de Pinochet, que de una democracia autoritaria o antiliberal, como la de la Turquía de Erdogan o la venezolana, que, aparte de no respetar los derechos del catálogo liberal, comienza ya a violar el principio democrático y a mutar  o en un “híbrido de autoritarismo y sultanismo” (Nelly Arenas) o, sencillamente, en una dictadura pura y dura.