Recientemente se le atribuyó al Papa Francisco haber afirmado que el infierno no existe y que fue desmentido por el Vaticano. Segú la nota de prensa que leí el Papa sustentaba su argumento en que no tiene sentido que unas personas permanezcan en un fuego eterno sin quemarse solo por ser condenadas y que, realmente lo que sucede con las almas que mueren sin haberse arrepentido es que son destruidas.

El tema del infierno ha sido siempre tratado con el muro de contención que sirve para atemorizar a quienes no lleven una vida conforme a la voluntad de Dios y se apela a él como una especie de estrategia del miedo. Pero la pregunta no deja de inquietarnos en la sociedad contemporánea ¿realmente existe el infierno?

La idea del infierno entró en el judaísmo como una asimilación de creencias de otras religiones del entorno del medio oriente, se supone que de la religión persa, del mazdeísmo. Incluso se sabe que la secta de los Saduceos, que era uno de los grupos sacerdotales del templo, rechazaban con fuerza esa idea, porque sabían que no era propia de la tradición judaica.

En cambio, los Fariseos, que al final se sobrepusieron a los Saduceos, se identificaron con esa idea, y de ahí pasó al cristianismo que la ha usado como un instrumento de miedo, así como de la justificación de la salvación.

Ciertamente, aceptar la idea del infierno para el cristiano significa tener una razón para hacer el bien como se supone debe hacerlo un cristiano al no pecar. De lo contrario, si se peca, eso tiene consecuencias, y qué mejor idea que la del infierno para poder convencer al creyente de no pecar, porque de lo contrario sería enviado al infierno, que es el pago o castigo por el pecado.

De esa forma, desde la lógica del cristianismo, se expulsa la duda sobre si todas y todos, no importa cuánto hayan pecado, tienen el derecho a ser aceptados en el cielo, en la comunión con Dios. Creo que es fácil librarse de la idea del infierno recurriendo a la siguiente idea, intuida por el teólogo protestante sueco Emanuel Swedenborg, y es que si creemos que después de nuestra muerte tendremos otra vida conforme a cómo nos hayamos comportado en la vida terrenal, aquel que hizo el bien tomará su camino hacia Dios, y aquel que no lo hizo, tomará el camino que lo alejará de Dios, pero no porque Dios no le permita ir donde El, sino que por propia convicción, después de reflexionarlo, el malvado tomará el camino que lo lleve a convivir con los malvados, porque nunca jamás se sentiría feliz en comunión con Dios.

Evidentemente, la comunión con Dios es el cielo, la comunión con los malvados, es el infierno. Pero resulta que cuando se dice infierno la imaginación colectiva de los pueblos de cultura cristiana no se presenta, sino con imágenes propias de la Edad Media: grandes calderas, parrillas para asar a los condenados, suplicio, fuego y un demonio con un tridente, cuernos y de color negro.

Todas esas ilustraciones circunscriben la palabra bíblica al área de lo fantástico imaginario y de temores superados. Hoy nos podemos dar cuenta que es algo que parece sin relación con la seriedad de la vida. La gran tragedia de esta Sociedad de la Nada es que hoy día estas imágenes del infierno ya no estremecen y ni tampoco el cielo seduce. Ni el cielo ni el infierno son lugares físicos, sino estados que están sujetos a las acciones del ser humano.