Veinte años han pasado desde aquel seminario en el que participé en Miami. El tema principal fue la sociedad dominicana. Compartieron el seminario activistas sociales que viajaron desde Santo Domingo. Uno de esos delegados era un joven sacerdote salesiano, arisco, despeinado, y en mangas de camisa. Se sentó en la última fila del auditorio. Sin estar a gusto en su asiento, escuchaba atentamente.
Saludé en el receso a la señora que lo acompañaba. Ella aprovechó el saludo para decirme que el curita aquel era difícil: había querido llevarlo a un “mall” y se negó rotundamente, explicándole que esos deslumbrantes templos del consumo eran contrarios a su investidura, un insulto a la pobreza del mundo. No obstante, aceptó con reticencia dar un paseo por la ciudad.
Algo intrigada, siguió contándome que se negaba a dormir en el hotel y que lo haría en el vehículo en que ella lo transportaba. Argumentó que no descansaba bien en habitaciones espaciosas, pues estaba acostumbrado a dormir en la casita del barrio donde vivía.
No llegué a estrecharle la mano ni a conversar con él, pero me bastó observarlo de lejos y conocer lo que la señora me había contado, para sentir esa peculiar energía que irradian los auténticos. Ese hombre, pensé entonces, vivía la religión que profesaba; un católico sin dobleces ni hipocresías.
El padre Rogelio Cruz ha seguido fiel a las enseñanzas del gran transgresor Jesucristo, sigue las ideas de San Francisco de Asís, quien, durante el siglo trece, luchó para devolver la Iglesia a las prédicas fundamentales de los evangelios, sacarla de su adicción al dinero y al poder terrenal. (No por casualidad el actual Pontífice escogió el nombre de Francisco.)
Que a veces este hombre greñudo y engorrado resulte extravagante, teatral, exagerado, o intransigente, no quita un ápice de su heroísmo social. Es un misionero indoblegable, necesariamente incordioso, incansable opositor de los abusos incesantes de la clase gobernante que todos conocemos. Aboga por los menesterosos que, sabiéndolo, le siguen.
Considerado un “agitador” por el Estado y parte del poder económico, lo creen un orate irracional y peligroso y han logrado, finalmente, que sus superiores salesianos comiencen a planificar su exilio (“curso sacerdotal de tres meses”) haciéndonos rememorar la vieja Iglesia mundana y corrompida. Esa jerarquía de maestros, fundada por Don Bosco, descartó que enseñar a los desposeídos a protestar y defenderse fuera pedagogía. Para ellos es sedición y desobediencia. Sería extraña y triste la actitud de esa prestigiosa institución religiosa si maniobra con éxito para sacarlo del país.
A pocos cabe duda, las dudas son pocas, de que se negocia su salida, que debe haber trueque, conveniencia, beneficio de las partes. Si ocurre así, es vergonzoso. El Papa Francisco, bueno como es, parece no haber podido con el grupo de la curía que maneja negocios mundanos. De ahí que cabe preguntarse: ¿Estaremos todavía, a pesar de este carismático pontífice, sufriendo la duplicidad doctrinaria y moral de la Iglesia?
El padre Rogelio, cuya vida es praxis de la filosofía que profesa, puede que sea demasiado católico para el catolicismo oficial, demasiado ortodoxo para el pragmatismo vaticano, demasiado obstáculo para quienes pretenden seguir haciendo lo que les venga en gana. Le pusieron una etiqueta de “loquito peligroso”, y le ordenaron tomar “un curso sacerdotal de tres meses” en Colombia. Comienzan a neutralizar a quien insiste tozudamente en ejercer el cristianismo.