En cambio el mesurado seudo-licenciado Biglietti se declaró alérgico a la cocina francesa y apenas probó el patè froid, que no era de lo mejor. Por su parte, el dibujante volátil hizo gala de un sutil refinamiento dando muestras de preferencia por las ostras y el salpicón de mariscos. Los demás comieron como suele comerse en estas circunstancias: indiscriminadamente y a gusto, el gusto indiscriminado que proporciona el hambre derivada de las excesivas libaciones. Fue cosa digna de ver, ya que no de elogiar, la rapidez y el placer con que los famélicos comensales daban cuenta de aquellos manjares exquisitos, todo un festín pantagruélico. Primero devoraron el pavo en salsa de naranja, acompañado de las papas gratinadas y el arroz pilaff. Después le tocó el turno al mero estofado al Chablis. Rápidamente desapareció el bar de panes y galletas. En pocos minutos fue consumido el boliche al vino Madeira, la abundante crema de legumbres y embutidos, las ensaladas, el postre, la pastelería. Sin desperdicios, sin sobras, nada quedó en las bandejas, nada de nada. El platillo más celebrado entre los empleados de menor cuantía fue la crema de legumbres y embutidos, innoblemente confundida con el vulgar mondongo. ¿O debería decir callos a la madrileña para emplear un suave eufemismo español?
Desde luego, una vez consumado o consumido el banquete, y en los momentos previos al inicio de la modorra del hartazgo que anunciaba el fin de la fiesta, los invitados comenzaron a descubrir que estaban cansados, que tenían sueño. En el colmo de la lucidez, algunos se percataron de que estaban borrachos, que no tenían con quien irse, que no encontraban las llaves o la cartera. Estaba a punto de producirse la estampida, la gran diáspora. En pocos segundos la sala de juerga iba a quedar convertida en un cementerio de colillas y botellas y vasos rotos y sucios. Pero antes de la despedida el licenciado-presidente tuvo la gentileza de agradecerme a nombre de todos los presentes por las finas atenciones dispensadas durante la agradable velada (fueron esas sus palabras exactas). Enseguida pronunció un breve discurso que arrancó lágrimas de mis ojos y aplausos de la concurrencia, por más que la concurrencia no estaba en condiciones de digerir discursos en ese estado y a esa hora.
Recuerdo, entre otras cosas hermosas, que el licenciado me colmó de elogios por la brillante hoja de servicios prestados a la empresa a lo largo de treinta años, ¡treinta años en total!
Tocar ese tema no dejaba de ser algo espinoso, y no faltó quien pensara que el licenciado había dado un paso en falso, aventurándose en un callejón que a lo peor no tenía salida. Pero acto seguido, como si captara la inquietud que empañaba el ambiente, reconoció que estaba consciente de que para muchos constituía probablemente una injusticia el hecho de que a un hombre de tantos méritos se le hubiera tenido tanto tiempo ocupando una posición relativamente modesta. Como es natural, yo protesté enseguida hipócritamente, diciendo que por el contrario, lejos de sentirme injustamente tratado, siempre me sentí honrado, agradecido, feliz y realizado, incluso privilegiado como miembro de la muy prestigiosa agencia. El licenciado puso un alto a mis discrepancias con un gesto levemente autoritario (pues aun en mi casa seguía siendo el jefe), pidió que lo dejara seguir hablando y siguió hablando. ¿Justicia, injusticia? A su juicio se trataba de un falso dilema. Si la memoria no me traiciona podría jurar que afirmó que la injusticia era aparente porque lo humanamente justo podía resultar, en ocasiones, administrativamente incorrecto, y para sustentar su punto de vista citó un famoso principio, que en cuanto a mí había sido un final. El principio de Peter.
De acuerdo a ese principio de gestión empresarial, muchas personas en niveles de competencia (típicamente mi caso) son ascendidas a niveles de incompetencia que sólo acarrean frustraciones y fracasos. No se me había mantenido estancado en mi cargo durante treinta años para malograr mi carrera sino para impedir que se tronchara. Era así develado el secreto. La fuente de todos mis insomnios se había secado.
Antes de que pudiera recuperarme de la emoción, el licenciado me dio un abrazo y me entregó una placa de reconocimiento. “AL EMPLEADO MÁS VALIOSO”, decía.
(El cheque de liquidación se haría esperar todavía).
Fue la mayor satisfacción que recibí en la vida. Aún retumba en mis oídos el estruendo de aquellos aplausos. Mi gran momento había llegado al fin.
Para celebrar tan fausto evento y cerrar con broche de oro, serví a mis entrañables compañeros generosas porciones de un manjar que nadie pudo rechazar, un suculento rollo de piña y chocolate relleno de fresas con crema. Por último propuse un brindis con champagne, champagne Dom Pérignon, el favorito de James Bond. Cierto es que prácticamente nadie allí estaba en condiciones de establecer diferencias entre el champagne de James Bond y el mabí seibano, pero lo que cuenta es que todos alzaron sus copas y brindaron a mi salud, que no podía ser a la de ellos.
El fatídico laxante hizo efecto puntualmente media hora más tarde.