Los invitados comenzaron a llegar puntualmente, o más bien con el habitual retraso que entre nosotros se considera puntualidad. De cualquier manera no era algo que había que tomar en cuenta porque se trataba de una fiesta, aunque no de una fiesta cualquiera. Era una fiesta de compañeros de oficina habituados a “ponchar” diariamente el reloj a la entrada y a la salida del trabajo (con excepción de los jefes y ejecutivos, naturalmente).
Sería más exacto decir que era una fiesta en honor de mis ex compañeros de oficina, ya que recientemente había sido beneficiado con mi liquidación y retiro al cabo de treinta años de labor ininterrumpida, y obviamente ya no éramos lo que se dice compañeros de oficina. Pero de vez en cuando alguno que otro venía a pedirme ayuda, orientación y ayuda, por lo que seguíamos siendo -al menos ocasionalmente-, compañeros de trabajo, y, por supuesto, amigos, amigos entrañables.
Por amor a la verdad, que he aprendido a respetar sobre todas las cosas, no era del todo cierto que me hubiesen concedido la jugosa liquidación que por ley me correspondía por mi casi media vida de impecables servicios a la boyante empresa. Me la habían negado momentáneamente, sólo momentáneamente, por razones económicas que no dejaron de producirme extrañeza. Falta de liquidez, dijo el contable. Una deuda astronómica, al parecer, que había que solventar con carácter de urgencia. Además había que desembolsar, con el mismo carácter de urgencia, otra fuerte suma para compra de un más moderno mobiliario y un flamante Mercedes para que el Vicepresidente-administrador representara dignamente a la compañía. Por el momento, dijo el contable, no se contemplaba distraer más recursos, pero era una simple cuestión de prioridades, cuestión de tiempo. Momentáneamente, sólo momentáneamente, el asunto de mi liquidación quedaba en lista de espera, en stand by, como dicen los entendidos. Yo, de cualquier manera, tenía que retirarme por motivos de salud. Ninguno de esos detalles iba a impedirme celebrar el convite.
Muy a pesar de su inveterado hábito de llegar siempre de último a la oficina, Ismael quiso esta vez dar el ejemplo y fue el primero en llegar a la fiesta. Lucía, como de costumbre, impecable con su chacabana de lino blanco y su pantalón de oscuro lino, mocasines Premium Bally de piel de pecarí, calcetines finísimos y un más fino perfume, las uñas como espejos, el pelo reluciente.
Un reloj, que era una joya, unos lentes al último grito de la moda y un anillo exquisito complementaban su indumentaria, la indumentaria apropiada a su alto cargo de Director creativo. Entiéndase bien, Director creativo de una de las más grandes y prestigiosas agencias publicitarias del país. Yo había sido su asistente durante largos años. Su humilde asistente.
A riesgo de parecer puntilloso y monótono, debo aclarar que no soy hombre amigo de chismes e infidencias, pero una simple cuestión de orgullo, de amor propio me empuja -como el suicidio al abismo-, a revelar que era yo, en mi humilde condición de asistente, quien sacaba adelante la mayoría de las campañas millonarias de publicidad que se gastaban nuestros mejores clientes para promocionar sus productos, cerveza y ron en la mayoría de los casos. Ismael se limitaba a ser elegante, cultivaba las relaciones públicas, comía con los mencionados clientes, se acostaba eventualmente con las modelos de los comerciales (incluso con los modelos, al decir de mentes perversas). Yo hacía mi trabajo y el suyo, pero a juzgar por el sueldo que él ganaba parecía que cobraba por ambos.
No obstante, respecto a Ismael, como persona, no tengo motivo de quejas. Más bien me atrevería a definirlo como un tipo noble, talentoso, incluso espléndido. Algunas veces, cuando alguna campaña importante tenía éxito – más de lo acostumbrado- me invitaba a comer con cargo a sus gastos de representación, que eran cuantiosos, casi tanto como sus entradas por otros conceptos que nunca me quedaron claros. Desde luego que nunca me llevaba a un restaurante de primera ni en compañía de los clientes. Había que guardar las apariencias y la mía –por los rumores que llegaban a mis oídos y las miradas despectivas de secretarias y ejecutivos- dejaba mucho que desear.
El segundo en llegar fue el Director del departamento de producción en compañía de su auxiliar, como la llamábamos todos eufemísticamente. Era una muchacha hosca, hermosa a su manera, dotada de talento y habilidades insospechadas que, según las malas lenguas, sólo se ponían de manifiesto en posición horizontal. Decían -los detractores de honra-, que le servía de almohada, colchón y paño de lágrimas, pocas veces de auxiliar propiamente dicho, aunque hay auxilio y auxilio.
Para ser honesto con el lector y conmigo mismo, tengo que añadir que en este caso, como en el anterior, el cargo de Director le quedaba grande. De igual manera, también en este caso, la responsabilidad del trabajo descansaba sobre los hombros de este modesto, desapasionado, inofensivo servidor. Al titular le tocaba asistir a las llamadas reuniones de pre-producción de los comerciales en lujosas oficinas con aire acondicionado a todo dar y a mi me tocaba supervisar toda la producción, salvo cuando tenía lugar en un centro turístico o en el extranjero, porque entonces, sólo entonces, el titular se sacrificaba y cumplía con sus obligaciones. ¿Quién no?
Por otra parte, y en el mismo orden de privilegios, al titular le tocaba ocuparse de los detalles relativos a la discusión y aprobación del presupuesto, fecha de entrega y, sobre todo, selección del casting, como decimos en jerga publicitaria. Y todo eso en compañía de realizadores y clientes a los más altos niveles ejecutivos. A mí, por el contrario, me tocaban las discusiones con directores engreídos a lo Fellini, camarógrafos del montón, maquillistas afeminados y toda suerte de vanidosos.
Alguna que otra vez el titular se dignaba visitar el lugar de filmación y a mi me tocaba pasar allí días de oprobio y noches en vela. A mi me tocaba soportar las majaderías de ciertas modelos envanecidas e insoportablemente bellas y a él recibir sus gracias. Sí, las gracias de aquellas graciosas que a menudo accedían a calentar su cama –nunca la mía-, proporcionándole, como a Ismael, la satisfacción del placer cumplido, ya que no del deber.
(De “Los ritos ancestrales”).