Pero la ocurrencia más celebrada que alguien tuvo esa noche fue –como tenía que ser- a costa mía y resultó tan urticante e inesperada que sorprendió a los más avispados, sin mencionar, desde luego a este servidor. El hecho es que regresaba yo de la cocina trayendo hielo y agua mineral, es decir, cumpliendo formalmente con mis deberes de anfitrión, y al pasar por la puerta de acceso a la sala, uno de mis compañeros de trabajo más queridos me gritó que bajara la cabeza para que no se me rompieran los cuernos. (Era una cruel alusión a la última travesura conyugal de mi adorada esposa: infidelidad y abandono del hogar con nuestra hija, si acaso es nuestra hija). Lo que siguió después fue algo parecido a una explosión, la explosión unánime de un coro de carcajadas. Sí, se carcajearon todos y rieron como niños, algunos con perversidad, con mala leche, y hasta yo mismo reí por contagio, al menos ensayé la máscara de la risa. En el fondo sentía vergüenza y dolor -humillación es la palabra exacta-, pero en ningún momento permití que se pusieran de manifiesto ni le di mayor importancia al asunto. Rápidamente me sobrepuse, pues. Total, sólo se trataba de una broma y en fin de cuentas mi deber como anfitrión era divertir a mis invitados.
A eso de las once y cuarto la fiesta entró en su etapa semifinal. Había llegado la hora en que se apagan los prejuicios y se encienden los bajos instintos. La hora de las manos muertas que resbalan al descuido sobre un muslo, acarician disimuladamente una espalda medio desnuda, invitan a bailar. La hora en punto de las miradas lúbricas, esa hora en que las parejas de amigos más desinteresados comienzan a estudiarse con apetito. La hora del dicho al hecho en poco trecho.
En la niebla del humo y el alcohol se diluían los contornos de la realidad y desaparecían las barreras de clase. Mensajeros y secretarias bebían de la misma copa y fumaban del mismo cigarrillo (que no siempre pertenecía al mundo Marlboro). El ayudante del fotógrafo apretujaba, bailando, a una de las más jugosas secretarias. Otras parejas, más que bailar se exprimían como naranjas o se besaban como comiéndose.
De hecho sólo los jefes y unos poco más mantenían la compostura, amén, claro está, de quien les habla. Por lo demás, la borrachera era general. Algunos de los miembros del departamento de arte –literalmente ahogados en whisky con Coca-Cola- parecían víctimas de un naufragio. Hasta los más lúcidos daban traspiés y hablaban en lengua estropajosa. Quien más, quien menos, todos evidenciaban el torpor y la pesadez de la ebriedad en la sonrisa idiota, la mirada a media asta, los brazos destemplados, los reflejos erráticos, la visión turbia. Paradójicamente, y como siempre sucede en estos casos, los que tenían el entendimiento más vidrioso y la cabeza más pesada, sentían el alcohol que bebían más liviano que el agua, y livianitos se sentían ellos mismos. El más liviano de todos era el dibujante de género volátil. A fuerza de tragos había dejado de lado sus pocas inhibiciones y se había reencontrado plenamente, felizmente con su sexo favorito, lo que le permitía una mayor libertad de movimientos y creatividad. Cuando los demás habían dejado de bailar él bailaba. En rigor, más que bailar volaba, quería volar y volaba. Dando golpes de ala, pretendía ser el cisne negro del lago de Tchaikovsky, a ritmo de bolero, pero el personaje estaba muy por encima de sus habilidades escénicas. En cambio logró realizarse perfectamente imitando, a ritmo de cumbia, a una de esas bailarinas de caderas enloquecidas. Tan tremendo fue el éxito que nuestro hombre (dicho esto último sin ánimo de ofender) tuvo un arrebato de triunfo tan temerario que decidió continuar el espectáculo arriesgando la caracterización de una desnudista, una stripteaser. Afortunadamente sus compañeros más sobrios –que no eran muchos- lo hicieron desistir del propósito.
Llegados a este punto consideré prudente invitar a mis invitados a pasar al comedor donde esperaba el suculento buffet, calientito a baño maría, en su justo punto de equilibrio térmico. Más bien era un banquete digno del Trimalcione de Petronio lo que allí se ofrecía al paladar y a la vista. Había sonado la hora del lobo en todos los estómagos. Hacía rato, en realidad, que los invitados estaban hambrientos como lobos y, salvo contadas excepciones, comieron y se comportaron como lobos, entre ellos mi dilecto amigo el contable, que comió como para una semana. El cobrador también comió a sus anchas, que eran anchísimas, pero nadie pudo igualar en voracidad al director de arte. El solo despachó casi toda la provisión de ternera horneada al cognac. Prácticamente se ancló a la mesa del festín como un trasatlántico averiado. Comió de pie, nervioso, con infinita gula, dando de vez en cuando unos brinquitos disimulados para bajar lo comido y seguir comiendo, y al final lo que no le cabía parecía querer untárselo, frotárselo en el cuerpo.